martes, 14 de junio de 2016

Constantes en la arquitectura japonesa, tradición y modernidad, IV

Segunda constante: naturalidad, I 
Después de hablar en el anterior artículo del concepto de subdivisión en la arquitectura japonesa, hoy lo haré de otro que denominaré naturalidad, cualidad esta entendida como rechazo del enmascaramiento de cualquiera de los materiales que se empleen en pilares, paredes, puertas, etcétera.

Naturalidad de los acabados
La arquitectura japonesa tradicional siempre ha tenido muy en cuenta un concepto o regla: no se deben revestir los elementos o materiales que se utilizan, porque se estaría ocultando su presencia como actores de la misión que se les ha encomendado y atentando contra su verdadera esencia, su espíritu, al que se le debe un mínimo respecto.

Por ejemplo, si se ha decidido que las columnas de un edificio han de ser de madera es porque ese material satisface los requisitos exigidos para su cometido estructural o funcional, amén de otros que van más allá de esas funciones, como podrían ser su agradable textura o su buen envejecimiento. Por consiguiente, no tendría ningún sentido ocultar su labor pintándolas o revistiéndolas para darles otro acabado; es más, resultaría un insulto a su propia naturaleza.

En la fotografía siguiente de un pequeño santuario sintoísta, se observa que la madera empleada tanto en pilares como en sus paredes se ha dejado “tal cual”, sin pintar ni revestir. De esa manera, además de su capacidad de sostener el edificio o cerrarlo adecuadamente, se hace visible su “calidad” como material de acabado. Es más, en muchos casos esa madera no se trata en absoluto con barnices ni con ningún tipo de pintura protectora, es decir, contemplamos el elemento tal cual es, sin enmascaramientos. Podemos ver su textura, su veteado, incluso apreciar el suave olor que desprende.

Pequeño santuario sintoísta en Ise. Foto: Wikimedia Commons.

Seguro que más de uno dirá que la madera a la intemperie, si no se protege con una pintura o barniz, se deteriora rápidamente. Eso es bien cierto, pero los carpinteros japoneses hace ya muchos siglos que adquirieron un nivel técnico en su oficio no superado en ningún otro país. Por un lado, aprendieron a elegir el tipo de madera adecuada al lugar donde se iba a situar, ya fuera interior o exterior. Por otro, en los tratados de carpintería, entre otras muchas cosas, se indicaba que la pieza cortada debía colocarse con la misma orientación que tenía cuando estaba en el árbol. Finalmente, los maestros artesanos proporcionaban a su superficie una tersura sedosa que cerraba sus poros y hacía innecesario barnizarla. Además, en la arquitectura japonesa, las cubiertas de los edificios se construían con grandes voladizos que protegían a sus fachadas y pilares de la lluvia. 

Sin embargo, a pesar de todos esos cuidados, es bien cierto que ese tipo de pabellones, como el de la fotografía anterior, a partir de los veinte o treinta años comenzaban a mostrar signos de degradación en sus pilares, un efecto que no hacía más que recordar que todo en este mundo es perecedero. En los edificios sintoístas, ese inconveniente se solventaba reparando los desperfectos o reconstruyéndolos en su totalidad. En otros casos, se idearon recursos técnicos que permitían alargar ese plazo por encima de un siglo y mucho más.

Es verdad que en Japón también existió la tradición de pintar de rojo los pilares y vigas de templos budistas y santuarios sintoístas, por cierto, una costumbre de origen chino, pero también lo es que a menudo se dejaba que el tiempo fuera destiñendo poco a poco ese color, y una vez completamente desvanecido ya no se consideraba necesario reponerlo. Gran parte de los edificios clásicos japoneses muestra su oscura estructura de madera sin revestimiento alguno. Es la belleza de lo envejecido, de lo ajado, algo que en Japón se contempla con un cierto toque melancólico, a la vez que nos recuerda que aquí, simplemente, estamos de paso.

El claustro de Hōryū-ji, siglo VII. La madera perdió su color hace ya siglos. Foto: J. Vives.

El claustro de Yakushi-ji, reconstruido en el s. XX con pilares y vigas de color rojo. Foto: J. Vives.

En las dos fotografías anteriores se aprecian los claustros de dos monasterios budistas. En el de Yakushi-ji, una reconstrucción moderna, se ha mantenido la costumbre de pintar la madera de rojo, mientras que en Hōryū-ji, hace ya muchos siglos, se prefirió no hacerlo para no ocultar su envejecimiento.

La naturalidad en la arquitectura tradicional de Japón también se hace evidente no solo en las fachadas, sino en sus interiores. En ellos, casi siempre se utilizan tonos cálidos y neutros como consecuencia del empleo de materiales sin revestir ni pintar. Algo muy diferente de lo acostumbrado en la Europa clásica, muy proclive a enlucir, revocar, pintar, revestir o plafonar cualquier paramento. En las estancias japonesas predomina el color ocre de la madera joven o el marrón de la envejecida, el crema de los tatami y el terroso de las escasas paredes de argamasa.

La fotografía siguiente es del interior de una cabaña de té, una tipología arquitectónica que refleja muy bien muchos de los rasgos que estoy comentando en esta serie. Obsérvese el aspecto de sus acabados interiores. Obviamente, con sus casi cuatrocientos años a sus espaldas, no puede ser el mismo que sin duda tuvo recién construida. Sin embargo, hay que hacer notar que nunca en esos cuatro siglos de vida se tuvo la tentación de limpiar, bruñir o repintar sus paredes o pilares. Su aspecto nos recuerda que todas las cosas de este mundo envejecen, lenta pero inexorablemente y que gracias a ese proceso emanan una belleza que no se encuentra en un objeto recién fabricado.

Atribuido a Kobori Enshū: casa de té Hassoseki en Nanzen-ji, Kioto, 1628. 
Foto en Shuichi Kato: Japan, Spirit and Form. Tokio: Tuttle, 1994.

El zen
Mucho se ha escrito sobre que ese ensimismamiento ante lo viejo o lo vetusto nació con el zen. Sin embargo, pienso que nosotros, los occidentales, estamos más obsesionados con esa orden budista que los propios japoneses. Todo lo que nos resulta singular o específico del entorno nipón lo justificamos como fruto de la influencia del zen. Algo que, en mi opinión, no siempre es cierto, pues existen otros factores que, sin tener nada que ver con esa escuela budista, también colaboraron en la gestación de ese gusto. 

El pueblo nipón no es el único que aprecia las cosas envejecidas. En Italia, por ejemplo, se considera que lo antiguo tiene pedigrí por deteriorado que esté, una actitud nacida del ingente y altísimo nivel de su patrimonio monumental. El caso de Venecia es paradigmático. Y lo mismo sucede en otras regiones del país transalpino, donde lo normal es que un fresco con más de cien años de antigüedad se mantenga como valioso testimonio del pasado, aunque apenas pueda verse.

Ciertamente, Japón, como Italia, no tiene reparos en extasiarse con los gestos más vanguardistas, sea en arquitectura o en otras artes, pero eso no impide que en ambos países se tenga un gran aprecio por lo antiguo, aunque esté avejentado, o quizás aún más si lo está.

Pequeño santuario sintoísta en Ise. Foto: J. Vives.

Mucho antes de que llegara el zen al archipiélago nipón, no se pintaba la madera de los edificios y portales de acceso a los santuarios sintoístas, lo cual permitía apreciar sus vetas, es decir, la piel del árbol, elemento vivo y natural por excelencia. Muestra de ese planteamiento son todos los edificios del santuario de Ise-jingū. En la fotografía anterior se muestra uno de ellos.

Cuando a finales del siglo XII el zen importado de China promovió la apreciación de la belleza de lo natural, aunque fuese vetusta, en el fondo, no era algo totalmente nuevo en la cultura nipona. Ese gusto ya se daba en el sintoísmo nativo. No voy a negar que el zen haya tenido enorme influencia en todas las artes japonesas, incluida la arquitectura. Sin embargo, no es del todo cierto que esa orden budista instaurara unos criterios estéticos basados en la simplicidad o lo natural que fueran desconocidos o ajenos a las tradiciones más ancestrales de Japón. Ese enfoque vital ya formaba parte de la primitiva religión del país, el sintoísmo, y el zen no hizo más que reafirmarlo y otorgarle pedigrí intelectual.

Detalle del atrio del pabellón dorado de Tōshōdai-ji, Nara, 764. Foto: J. Vives.

En la fotografía anterior, de 1999, muestra la textura envejecida de la estructura de madera de un edificio budista que hace siglos se decidió no repintarla. En el año 2000, se inició su rehabilitación total que incluyó el desmontaje completo de su estructura de madera, el estudio de sus cimientos, el análisis de los restos arqueológicos y una serie de concienzudos trabajos de investigación. En 2009, después de casi una década de obras, Tōshōdai-ji renació con todo su esplendor, aunque manteniendo los pilares sin pintar ni barnizar. Un ejemplo que ratifica lo que estoy comentado hoy aquí.

Para no hacer demasiado largo este artículo, voy a dejar para dentro de quince días el concluir este apartado sobre la naturalidad de los acabados en la arquitectura japonesa. Será entonces cuando comentaré la presencia de ese concepto en los edificios del siglo XX.

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