Un artista independiente: Hasegawa Tōhaku, segunda parte
La semana pasada hablé de un par de obras de Hasegawa ejecutadas con tinta china, una con unas discretísimas notas de color y otra completamente monocromática. Hoy lo haré de un conjunto de pinturas de fondo dorado y brillantes colores, la otra cara de la moneda de la pintura de la época Momoyama (1573-1603).
Las pinturas de Chishaku-ji
La semana pasada hablé de un par de obras de Hasegawa ejecutadas con tinta china, una con unas discretísimas notas de color y otra completamente monocromática. Hoy lo haré de un conjunto de pinturas de fondo dorado y brillantes colores, la otra cara de la moneda de la pintura de la época Momoyama (1573-1603).
Las pinturas de Chishaku-ji
Como
contraste respecto a los biombos que comenté en el anterior artículo, Hasegawa Tōhaku y su hijo Kyūzō
(1568-1593) decoraron un conjunto de puertas correderas en las que adoptaron un enfoque, muy diferente al de aquellos, que se corresponde perfectamente con el espíritu más representativo del arte del periodo Momoyama. Me estoy
refiriendo a los paneles conservados en el templo de Chishaku-in en Kioto, en
mi opinión, otro de los más espléndidos ejemplos de la pintura de esa época
creada tras la muerte de Eitoku.
Si bien
Hasegawa y Kanō Eitoku fueron los artistas mejor
considerados de la segunda mitad del siglo XVI, la temprana muerte de este
último en 1590 convirtió a Hasegawa en el maestro indiscutible del final de esa centuria. A partir de esa fecha, su taller comenzó a recibir numerosos encargos
y uno de ellos fue el de esos fusuma
en Chishaku-ji que comento a continuación.
La historia
de la obra encargada a Hasegawa fue muy azarosa. El templo para el cual se
destinó, Shōun-ji, sufrió un incendio en 1682 del que sobrevivieron la mayoría
de las pinturas. Tras ese incidente, se trasladaron a unos biombos cambiándose de formato. En 1727, se volvieron a desmontar para instalarlas en un nuevo edificio.
En 1892 desaparecieron algunos se sus paneles y, finalmente, en 1947 se perdieron varios de ellos bajo las
llamas.
Se trata en
realidad de tres conjuntos de puertas correderas conocidos por el árbol
protagonista de sus respectivas composiciones: Arce y plantas de otoño, Pino
y flores y Cerezo en flor. Los
dos primeros se atribuyen a Tōhaku y en el último parece ser que colaboró con
su hijo Kyuzō, aunque muchos estudiosos atribuyen todos a ambos.
Las pinturas
se muestran hoy montadas sobre paneles en un salón convenientemente acondicionado del templo de Chishaku-ji.
Hasegawa
Tōhaku: Arce y plantas de otoño, c.
1593, tinta, color y oro sobre papel,
174x139 cm cada panel. Chishaku-ji, Kioto. Foto: Wikimedia Commons.
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Empecemos por
comentar los cuatro paneles titulados Arce
y plantas de otoño. Por una vez, Hasegawa sitúa el foco principal de la
composición, el robusto arce, en el centro y no en un extremo. Con su enorme tronco de casi 80 centímetros de grueso, este árbol compite en tamaño con los pinos de los
Kanō. Como ocurría en el biombo Ciprés japonés de Eitoku, Hasegawa tampoco permite
que se vea la copa de su arce, ni su pie. Y de igual forma, también sus ramas, aunque no tan retorcidas, se extienden horizontalmente como queriendo salir de su encuadre.
Junto a él,
una explosión de flores de innumerables colores salpica toda la obra:
crisantemos, crestas de gallo, tréboles. Las hojas de arce todavía no muestran
su verdadero color otoñal, unas son rojas; otras, aún verdes, y algunas empiezan a secarse y amarillear. Esto no hace más que poner de manifiesto, una vez más, que los japoneses aprecian perfectamente varias
fases en las estaciones del año, cada una con un ambiente o espíritu diferente.
En el panel derecho, unos crisantemos anuncian también que estamos en otoño. También aquí, del vecino riachuelo solo se aprecian unos pequeños meandros casi ocultos por las ramas.
En el panel derecho, unos crisantemos anuncian también que estamos en otoño. También aquí, del vecino riachuelo solo se aprecian unos pequeños meandros casi ocultos por las ramas.
Los trazos de
Tōhaku son en esta pintura menos densos que los de Eitoku, y sus colores, más variados.
Por otro lado, la forma del arce no es tan inverosímil como la del pino de su
colega. No obstante, el fondo dorado se utiliza como siempre, ocultando parte
de un paisaje que nos vemos obligados a imaginar. El resultado es una obra de
atmósfera más fresca y perfumada que la de los Kanō, muy proclives a crear
composiciones de mayor densidad y majestuosidad.
Frente a la,
a veces, distante magnificencia de los temas de Eitoku, tan representativa del
periodo Momoyama, Hasegawa creaba obras en un estilo semejante pero de una
fragancia mucho más cercana, y sin necesidad de renunciar a la brillantez que
le exigían sus clientes.
Veamos ahora
otro grupo de pinturas que se exponen en el templo, el titulado Cerezo en flor. Aunque también consta de
cuatro paneles, en la fotografía siguiente solo se reproducen los dos de la
izquierda, los que precisamente se sitúan a la derecha de los cuatro comentados
anteriormente.
Hasegawa Tōhaku y Hasegawa Kyuzō: Cerezo
en flor, c. 1593, tinta, color y oro sobre papel, 174x139 cm cada panel, solo los dos paneles de la izquierda. Chishaku-ji, Kioto. Foto: Wikimedia Commons |
Me gustaría
comentar un aspecto técnico que me parece muy interesante, aunque en la
fotografía apenas puede apreciarse. Si nos fijamos bien, las flores blancas parecen tener un discreto sombreado. Pues bien,
ese efecto no se produce porque Hasegawa haya utilizado el claroscuro, sino como
consecuencia de haber creado un ligero relieve con una pasta obtenida aglutinando,
con cola animal, el polvo extraído al triturar y calentar conchas marinas, algo
que ya comenté en el artículo sobre Kanō Sanraku.
Con ese medio, se modelaron los pétalos para que destacasen aún más sobre el
fondo dorado y, sobre todo, para que parecieran vibrar cuando nos movemos frente a los
paneles.
Aunque esa
técnica ya se había empleado en las puertas de madera del Byōdō-in en el siglo XI, fue durante el periodo
Momoyama cuando, para sugerir cierto volumen, se extendió su práctica a los
impresionantes biombos dorados. En los grabados del periodo Edo, de los que hablaré dentro de unos meses, también se utilizó
ese material de múltiples maneras para crear texturas y efectos concretos. Pero
eso lo veremos en su momento.
Hoy hemos
visto cómo un verdadero artista es capaz, partiendo de planteamientos
totalmente opuestos, crear obras tanto de una resplandeciente, explosiva y
brillante vitalidad, como de un crepuscular, finísimo y evanescente ambiente,
eso es lo que hizo Hasegawa Tōhaku, uno de mis pintores favoritos.
Con este
artículo doy por concluida la serie que he dedicado a la pintura de los
periodos Muromachi y Momoyama. Como siempre, han quedado muchísimas cosas en el
tintero, pero hay muchos días por delante para tratarlas.
Para variar un poco, el martes próximo cambiaré de tema y dejaré las artes plásticas para dedicar una segunda serie al teatro clásico japonés. Esta vez hablaré del teatro nō. Hasta entonces.
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