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martes, 17 de marzo de 2015

Pintura japonesa: Hasegawa Tōhaku, II

Un artista independiente: Hasegawa Tōhaku, segunda parte
La semana pasada hablé de un par de obras de Hasegawa ejecutadas con tinta china, una con unas discretísimas notas de color y otra completamente monocromática. Hoy lo haré de un conjunto de pinturas de fondo dorado y brillantes colores, la otra cara de la moneda de la pintura de la época Momoyama (1573-1603).

Las pinturas de Chishaku-ji
Como contraste respecto a los biombos que comenté en el anterior artículo, Hasegawa Tōhaku y su hijo Kyūzō (1568-1593) decoraron un conjunto de puertas correderas en las que adoptaron un enfoque, muy diferente al de aquellos, que se corresponde perfectamente con el espíritu más representativo del arte del periodo Momoyama. Me estoy refiriendo a los paneles conservados en el templo de Chishaku-in en Kioto, en mi opinión, otro de los más espléndidos ejemplos de la pintura de esa época creada tras la muerte de Eitoku.

Si bien Hasegawa y Kanō Eitoku fueron los artistas mejor considerados de la segunda mitad del siglo XVI, la temprana muerte de este último en 1590 convirtió a Hasegawa en el maestro indiscutible del final de esa centuria. A partir de esa fecha, su taller comenzó a recibir numerosos encargos y uno de ellos fue el de esos fusuma en Chishaku-ji que comento a continuación.

La historia de la obra encargada a Hasegawa fue muy azarosa. El templo para el cual se destinó, Shōun-ji, sufrió un incendio en 1682 del que sobrevivieron la mayoría de las pinturas. Tras ese incidente, se trasladaron a unos biombos cambiándose de formato. En 1727, se volvieron a desmontar para instalarlas en un nuevo edificio. En 1892 desaparecieron algunos se sus paneles y, finalmente, en 1947 se perdieron varios de ellos bajo las llamas.

Se trata en realidad de tres conjuntos de puertas correderas conocidos por el árbol protagonista de sus respectivas composiciones: Arce y plantas de otoño, Pino y flores y Cerezo en flor. Los dos primeros se atribuyen a Tōhaku y en el último parece ser que colaboró con su hijo Kyuzō, aunque muchos estudiosos atribuyen todos a ambos.

Las pinturas se muestran hoy montadas sobre paneles en un salón convenientemente acondicionado del templo de Chishaku-ji.

Hasegawa Tōhaku: Arce y plantas de otoño, c. 1593, tinta, color y oro sobre papel, 
174x139 cm cada panel. Chishaku-ji, Kioto. Foto: Wikimedia Commons.

Empecemos por comentar los cuatro paneles titulados Arce y plantas de otoño. Por una vez, Hasegawa sitúa el foco principal de la composición, el robusto arce, en el centro y no en un extremo. Con su enorme tronco de casi 80 centímetros de grueso, este árbol compite en tamaño con los pinos de los Kanō. Como ocurría en el biombo Ciprés japonés de Eitoku, Hasegawa tampoco permite que se vea la copa de su arce, ni su pie. Y de igual forma, también sus ramas, aunque no tan retorcidas, se extienden horizontalmente como queriendo salir de su encuadre.

Junto a él, una explosión de flores de innumerables colores salpica toda la obra: crisantemos, crestas de gallo, tréboles. Las hojas de arce todavía no muestran su verdadero color otoñal, unas son rojas; otras, aún verdes, y algunas empiezan a secarse y amarillear. Esto no hace más que poner de manifiesto, una vez más, que los japoneses aprecian perfectamente varias fases en las estaciones del año, cada una con un ambiente o espíritu diferente. 

En el panel derecho, unos crisantemos anuncian también que estamos en otoño. También aquí, del vecino riachuelo solo se aprecian unos pequeños meandros casi ocultos por las ramas.

Los trazos de Tōhaku son en esta pintura menos densos que los de Eitoku, y sus colores, más variados. Por otro lado, la forma del arce no es tan inverosímil como la del pino de su colega. No obstante, el fondo dorado se utiliza como siempre, ocultando parte de un paisaje que nos vemos obligados a imaginar. El resultado es una obra de atmósfera más fresca y perfumada que la de los Kanō, muy proclives a crear composiciones de mayor densidad y majestuosidad.

Frente a la, a veces, distante magnificencia de los temas de Eitoku, tan representativa del periodo Momoyama, Hasegawa creaba obras en un estilo semejante pero de una fragancia mucho más cercana, y sin necesidad de renunciar a la brillantez que le exigían sus clientes.

Veamos ahora otro grupo de pinturas que se exponen en el templo, el titulado Cerezo en flor. Aunque también consta de cuatro paneles, en la fotografía siguiente solo se reproducen los dos de la izquierda, los que precisamente se sitúan a la derecha de los cuatro comentados anteriormente.

Hasegawa Tōhaku y Hasegawa Kyuzō: Cerezo en flor, c. 1593, tinta, color y oro sobre papel,
174x139 cm cada panel, solo los dos paneles de la izquierda.
 Chishaku-ji, Kioto. Foto: Wikimedia Commons

Me gustaría comentar un aspecto técnico que me parece muy interesante, aunque en la fotografía apenas puede apreciarse. Si nos fijamos bien, las flores blancas parecen tener un discreto sombreado. Pues bien, ese efecto no se produce porque Hasegawa haya utilizado el claroscuro, sino como consecuencia de haber creado un ligero relieve con una pasta obtenida aglutinando, con cola animal, el polvo extraído al triturar y calentar conchas marinas, algo que ya comenté en el artículo sobre Kanō Sanraku. Con ese medio, se modelaron los pétalos para que destacasen aún más sobre el fondo dorado y, sobre todo, para que parecieran vibrar cuando nos movemos frente a los paneles.

Aunque esa técnica ya se había empleado en las puertas de madera del Byōdō-in en el siglo XI, fue durante el periodo Momoyama cuando, para sugerir cierto volumen, se extendió su práctica a los impresionantes biombos dorados. En los grabados del periodo Edo, de los que hablaré dentro de unos meses, también se utilizó ese material de múltiples maneras para crear texturas y efectos concretos. Pero eso lo veremos en su momento.

Hoy hemos visto cómo un verdadero artista es capaz, partiendo de planteamientos totalmente opuestos, crear obras tanto de una resplandeciente, explosiva y brillante vitalidad, como de un crepuscular, finísimo y evanescente ambiente, eso es lo que hizo Hasegawa Tōhaku, uno de mis pintores favoritos.

Con este artículo doy por concluida la serie que he dedicado a la pintura de los periodos Muromachi y Momoyama. Como siempre, han quedado muchísimas cosas en el tintero, pero hay muchos días por delante para tratarlas.

Para variar un poco, el martes próximo cambiaré de tema y dejaré las artes plásticas para dedicar una segunda serie al teatro clásico japonés. Esta vez hablaré del teatro nō. Hasta entonces.

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