Ofrezco a continuación el extracto prometido en el anterior artículo de mi libro El teatro japonés y las artes plásticas, publicado por Satori Ediciones. Curiosamente, en él casi hablo tanto de artes plásticas como de teatro. Sin embargo, creo que lo híbrido de su planteamiento lo convierte en un producto singular que puede resultar atractivo a mucha gente. Como indiqué en el anterior artículo, puede comprarse en las librerías o en Amazon .
A continuación inserto un extracto de El teatro japonés y las artes plásticas, de la página 120 a la 130:
Lo visual en el kabuki
Para un occidental, comprender el desarrollo de la acción de
una obra de kabuki es muy difícil si no se tiene a mano una buena
traducción con abundantes notas explicativas. Por un lado, sus diálogos
resultan crípticos por la lejanía del idioma, por las alusiones culturales, por
los juegos de palabras y por la chocante forma de declamación. Además, la
extraña música que lo acompaña casi constantemente no sigue en absoluto los
mismos cánones expresivos que la europea, por lo que es difícil discernir los
diferentes ambientes que sugiere. Por todo eso, para un espectador primerizo de
kabuki los aspectos plásticos de una representación pueden ser los más
fáciles de apreciar y admirar. Lo críptico del
discurso, que en principio es una cortapisa para el disfrute de la función,
puede convertirse en una oportunidad única para centrar la atención en sus
abundantes recursos formales.
El oficiante de ese espectáculo visual, inundado de un sin
fin de alegorías y alusiones, es sin discusión el actor, quien se transforma en
un verdadero objeto escultórico por cuanto adopta sin ningún recato verista
cualquier recurso o pose con el mismo interés que un pintor elige un objeto
para situarlo en su composición. Es decir, que utiliza su cuerpo plásticamente
como lo hace el bailarín occidental. El teatro tradicional en Europa es
realista e ilusionista y prioriza la idea y la dramaturgia. El kabuki es
simbólico y pictórico y prioriza la belleza y el actor.
«Combinando voz, formas, colores,
diseños, movimientos y precisos gestos, [el intérprete] atrae al espectador a
través de los ojos y oídos a dos niveles: el consciente y el inconsciente. Como
un determinado personaje en una determinada obra, es un signo. Como un famoso
actor representando ese personaje, es su realidad fundamental; en kabuki
casi siempre aparente a través de kilos de vestidos, pelucas y maquillaje. Pero
al igual que un verdadero jeroglífico su extravagante impacto visual y áureo
causa en el espectador la impresión de que hay más, algo misterioso, vago
quizás, pero significativo, tras lo que es aparente y marcado por las convenciones
del papel.»[1]
Al comentar la evolución de la escena de kabuki a lo
largo de los siglos pudimos constatar que su continuado aumento de tamaño se
dirigía hacia una persistente búsqueda de lo horizontal. Mientras el proscenio
se ampliaba en anchura, apenas lo hacía en altura. En los teatros modernos la
relación entre ambas dimensiones es de tres a uno aproximadamente, muy parecida
a la de los biombos tradicionales. Esa evolución confirma la predilección de la
cultura japonesa por los encuadres apaisados.[2]
Sin embargo, al igual que ocurre con la pintura, lo importante no es la proporción del marco en sí misma. No se trata de un formalismo sin sentido. Lo realmente trascendente es el espíritu que impregna el tema representado y le fuerza a salirse de un encuadre que siempre le parece pequeño. Eso sucede en el kabuki. Su impresionante boca de escena, de dimensiones supermascópicas, también resulta insuficiente. Pero aquí el huir del cuadro no implica que se pierda de vista al actor, porque para eso está la hanamichi, verdadero altar de los mutis. «Las entradas y salidas por la hanamichi producen una sensación similar a los fundidos cinematográficos. Cuando el actor se mueve hacia la shichi-san la apariencia de su personaje se hace progresivamente más fuerte, mientras que cuando se desplaza más allá de la shichi-san se produce el efecto contrario.»[3]
Sin embargo, al igual que ocurre con la pintura, lo importante no es la proporción del marco en sí misma. No se trata de un formalismo sin sentido. Lo realmente trascendente es el espíritu que impregna el tema representado y le fuerza a salirse de un encuadre que siempre le parece pequeño. Eso sucede en el kabuki. Su impresionante boca de escena, de dimensiones supermascópicas, también resulta insuficiente. Pero aquí el huir del cuadro no implica que se pierda de vista al actor, porque para eso está la hanamichi, verdadero altar de los mutis. «Las entradas y salidas por la hanamichi producen una sensación similar a los fundidos cinematográficos. Cuando el actor se mueve hacia la shichi-san la apariencia de su personaje se hace progresivamente más fuerte, mientras que cuando se desplaza más allá de la shichi-san se produce el efecto contrario.»[3]
Esa tendencia hacia
lo horizontal tiene en el kabuki más influencia de lo que a primera vista
puede pensarse. El recuadro del espacio escénico no sólo enmarca, sino
que marca los movimientos de los actores y el tempo de la obra. Una teórica
entrada de un personaje por las cajas hasta colocarse en el otro extremo
del escenario requiere unos segundos que pueden ser interminables si
dramáticamente es exigible. Se genera
así un considerable lapso que no sólo permite exhibir la imponente vestimenta
del actor, sino que densifica el tiempo de manera diferente a como lo hacía el nô
pero de forma no menos efectiva.
A pesar de que la profundidad real de la caja escénica en
las salas de kabuki suele ser notable, la de sus escenografías es mucho
menor. El motivo podría decirse que es sólo técnico, aunque no lo sea, porque
en su mitad posterior es donde se coloca un segundo decorado que aparecerá en
el momento oportuno mediante una rotación de la plataforma giratoria. Al contrario
que en los teatros europeos, casi nunca se aprovecha todo su fondo para la
escenografía visible.[4] Vemos pues que finalmente, al igual que ocurría en el bunraku, la profundidad
de los montajes de kabuki es muy reducida, aproximadamente una tercera parte
de la anchura de la escena. Esa proporción puede parecer escasa, pero no lo es
debido a que el tipo de decorado más empleado es el conocido como interior-exterior,
por representar una estancia de un edificio y parte de su jardín. Es decir, las
obras se desarrollan en uno o dos ambientes de poca profundidad en relación con
su anchura.[5] Es un
espacio casi bidimensional por el que se mueven los actores como en una
pantalla cinematográfica panorámica. Esa recurrente búsqueda de la
horizontalidad se ve aumentada aún más por la hanamichi, gracias a la
cual el recorrido de un actor puede superar fácilmente los treinta metros en
los grandes teatros.
El gusto por los encuadres apaisados, evidente en las artes
plásticas japonesas como la pintura, arquitectura y jardinería, se manifiesta
en el kabuki a partir de todas esas características espaciales de su
escena. Su enorme anchura y su prolongación en la hanamichi permiten no
sólo estirar el tiempo dramático, debido a la duración de los desplazamientos
de los actores, sino que posibilitan la creación de una bipolaridad visual en
el espectador desconocida en el teatro occidental tradicional. El público debe,
en muchos casos, dirigir su atención no a un único punto como ocurre en las
salas europeas, sino a dos lugares tan alejados y diferentes como la hanamichi
y el propio escenario frontal, transformados en polos dramáticos que generan la
tensión entre personajes. Ese efecto puede todavía acentuarse más en las obras
que exigen una segunda hanamichi. [6]
La perspectiva en el kabuki
Los patios-jardín de los edificios tradicionales japoneses
son de una dimensión muy reducida en la mayoría de los casos. Sin embargo, la
pericia de sus creadores para que aparenten ser mayores de lo que son en
realidad ha quedado suficientemente demostrada a lo largo de la historia. Una
prueba de ello es cómo han conseguido que el exterior parezca que penetra en el
interior de las residencias, o si se prefiere que éste aparente que se prolonga
hacia el jardín. No obstante, en ese fluir existe un límite, una frontera: la
valla o quizás las copas de los árboles que aparecen tras ella. Ambos actúan
como telones de fondo de la composición de plantas y rocas y no sugieren una
expansión hacia el infinito, sino que delimitan un entorno accesible y acogedor. [7]
Esa misma concepción espacial que renuncia a simular una
profundidad ilimitada se manifiesta en la escena de kabuki. En primer
lugar, con la ausencia de pendiente en su tarima, un recurso éste muy empleado
en Europa para forzar la perspectiva y aparentar mayor dimensión que la real, y
luego con sus decorados.[8] Ya hemos comentado que su estrecho escenario suele definirse de dos maneras.
Representando un espacio único exterior, en cuyo caso se usa un simple bastidor
de foro con un paisaje pintado, o empleando una escenografía que reproduce la
estancia de un edificio abierta a un jardín. En el primer caso la función del
telón es parecida a la que tienen los árboles que aparecen por encima de la
valla. En el segundo se crea un maridaje similar al que se da en la
arquitectura japonesa entre una habitación y el espacio exterior.
Mie y pintura
Ya hemos comentado
esa peculiar forma nipona de concebir y observar el espacio que otorga más
importancia a lo horizontal que a lo vertical y que enfatiza la planeidad frente
a la tridimensionalidad. También vimos
cómo se materializaba esa tendencia en las artes plásticas. Pudimos descubrir
que al enmarcar un jardín con el alero y galería de un edificio no se hacía más
que convertirlo en una pintura paisajística virtual en la que, gracias a
ciertas técnicas compositivas, se amortiguaba la perspectiva. [9]
Esa misma idea de transformar el entorno físico que nos
rodea en un cuadro está presente en el kabuki en uno de sus momentos más
cautivadores: cuando el actor clava una mie manteniéndose inmóvil unos
segundos en una posición fijada por la tradición.[10] Ese momento, además de su innegable valor dramático, tiene una calidad formal
tan potente que convierte la escena en un verdadero retablo semejante a la gran
estatuaria de personajes famosos o a los grandes lienzos barrocos europeos que
plasman acontecimientos históricos.
No ha habido en las artes plásticas de Japón nada parecido a
la escultura monumental occidental, prolífica en impresionantes imágenes
ecuestres. Ni tampoco algo que recuerde a los grandes óleos o frescos que
retratan multitudinarios eventos, tan frecuentes a partir del Renacimiento.
Frente a esa carencia los japoneses de los siglos XVII al XIX disponían de las
obras de kabuki. En ellas podían ver representadas leyendas, hechos
históricos y dramas cotidianos de una manera y con unos medios que nada tenían
que envidiar a los de sus coetáneas óperas europeas. Pero el kabuki
aportaba un recurso cien por cien teatral que no existía en Europa: grandes
retablos vivientes formados por actores espléndidamente vestidos que posaban
inmóviles durante unos fugaces segundos para fijar en la retina del espectador
algunos momentos decisivos, obviamente idealizados, de sus más famosas epopeyas.
Eran las mie, un elemento de indiscutible valor estético que
transformaba en verdaderas esculturas monumentales las escenas álgidas de la
obra.
Veamos un poco las características de este espléndido recurso
teatral. El valor plástico de una mie, clavada siempre en un momento de
clímax dramático, se subraya mediante el sonido seco producido al golpear
alternativamente dos tablas contra una base de madera situada en la tarima de
la escena.[11] Esas
poses, cuya ejecución está fijada por una tradición consolidada a lo largo de
los siglos por célebres sagas de artistas, pueden ser realizadas
simultáneamente por uno, dos, tres o más actores.[12] El o los intérpretes se convierten durante unos segundos en una verdadera
escultura que, muchas veces, refuerza su valor visual gracias a un suntuoso
vestuario, manipulado en ocasiones por un ayudante
de escena para resaltar aún más el efecto plástico. Esos instantes han quedado
inmortalizados en innumerables grabados de la época Edo en los que el pintor de turno no se limitaba a retratar al
actor en el momento en que clavaba la pose, sino que incluía los pertinentes
rótulos con su nombre artístico, el del personaje que encarnaba y el título de
la obra.
Las mie tienen diferentes denominaciones según la
postura adoptada. Las más contundentes y enérgicas son las realizadas por los
personajes masculinos. Los femeninos suelen ejecutar otro tipo de ademanes más
sutiles.[13] Una
de las más clásicas sigue el siguiente patrón. El actor levanta la mano derecha
por encima de su cabeza extendiendo los dedos. El brazo izquierdo lo dobla llevando
el puño cerrado frente a su pecho. En ese momento extiende al frente la pierna
izquierda golpeando el suelo con el pie al mismo tiempo que con la cabeza
describe un movimiento circular que acaba con un pequeño golpe al aire de su
barbilla y una mirada con los ojos cruzados.[14] Esa posición recuerda el gesto de alguien enojado después de haber lanzado un
pedrusco y por eso se denomina «del tiro de piedra».[15]
Otra de las poses más efectivas es la que realizan tres intérpretes
simultáneamente como consecuencia de algún enfrentamiento dialéctico o físico.
Se conoce como «mie cielo-tierra-hombre» por cuanto el trío de personajes
forma un cuadro situándose en lo alto, en el
medio y en la zona baja de la composición que crean con sus cuerpos. Existe otra
ejecutada por dos actores que se denomina «cielo-tierra». [16]
Algunas obras finalizan con un multitudinario retablo en el
que intervienen todos los personajes principales. Cada uno de ellos, incluso
los femeninos, clava una mie determinada situándose a lo largo del
amplio escenario mientras se cierra la cortina y suenan los golpes de los
bloques de madera.
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[1] Leonard C. Pronko, «Kabuki: Signs, Symbols, and the Hieroglyphic Actor» en Samuel L. Leiter (editor), A Kabuki Reader …, o. cit., p. 243. (Trad. del autor.)
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[1] Leonard C. Pronko, «Kabuki: Signs, Symbols, and the Hieroglyphic Actor» en Samuel L. Leiter (editor), A Kabuki Reader …, o. cit., p. 243. (Trad. del autor.)
[2] Ese
aumento de escala ha sacrificado el juego de complicidades que existía entre
actor y espectador en las primitivas salas. El distanciamiento físico y el
protocolo social han transformado radicalmente la manera de asistir a un espectáculo
de kabuki. Ya no es el entretenimiento de las clases populares como en
el período Edo, sino más bien
un placer de aficionados entusiastas.
[3] Earle Ernst, The Kabuki Theatre …,
o. cit., p. 101. (Trad. del autor.) Shichi-san es
la zona donde está situado el elevador de la hanamichi. Es ahí donde
suelen realizarse las mie más esperadas tanto en las entradas de los
actores como en los mutis.
[4] Los
teatros de ópera europeos suelen tener una anchura de boca entre doce y
dieciocho metros y una profundidad de la caja escénica parecida o mayor que
suele aprovecharse casi totalmente en muchas escenografías.
[5] Es el
mismo tipo de espacio y montaje que vimos al hablar del bunraku.
[6] Esa bifocalidad se empleó en el
teatro occidental a partir de principios del siglo XX pero no ha tenido
demasiada continuidad. Véase «Influencia de la plástica teatral del kabuki en
la puesta en escena Meyerholdyana» de Violetta Brázhnikowa Tsýbizova en ¿Qué
es Japón? Introducción a la cultura japonesa. Editado por Fernando Cid
Lucas. Cáceres: Universidad de Extremadura, 2009, p. 429.
[7] Esa concepción espacial cercana
y acogedora del jardín japonés se rompió con los grandes parques del período Edo en los que se buscaba el efecto
contrario borrando los límites mediante el recurso de incorporar el paisaje
lejano a su propia composición. Uno de los ejemplos más famoso es el de la
Villa Imperial de Shūgaku-in en
Kioto.
[8] En el Teatro Olímpico de
Vicenza (1584) de Palladio no sólo el suelo del escenario tiene una fuerte
pendiente, sino que los entablamentos de los edificios del decorado fijo creado
por Scamozzi están inclinados para crear la ilusión de una gran profundidad
falseando la perspectiva.
[9] Para
conseguirlo se suavizaban las sombras mediante formas redondeadas y se
distribuían generosamente superficies de gravilla que reflejaban la luz para
matizar las zonas oscuras de rocas y arbustos y convertirlos así en objetos
casi planos.
[10] Hemos elegido el verbo «clavar»
para dar una imagen más contundente del momento en el que se hace una mie.
En japonés se dice ōmie o kiru («cortar una mie»), mie o kimeru («fijar una mie») o simplemente mie o suru («hacer una mie»). En inglés muchas veces se traduce
como to strike a mie.
[11] Esas tablas se denominan tsuke,
la base que golpean tsukeita y la persona que las utiliza tsukeuchi.
No hay que confundirlas con los ki,
que son dos bloques que se percuten entre sí para avisar a los actores y al
público que la función está a punto de comenzar. En muchos finales de obra se
utilizan ambos instrumentos simultáneamente.
[12] En el kabuki tradicional
no existía el director de la representación, como no lo había en Europa.
Actualmente, excepto en las nuevas tendencias aparecidas durante el último
cuarto del siglo XX, tampoco se da esa figura. Su función la realiza el actor
principal, generalmente perteneciente a una saga que se remonta centurias
atrás.
[13] En puridad las poses de los
personajes femeninos se denominan kimari.
[14] El movimiento circular de la
cabeza se llama senkai y la mirada estrábica nirami.
[15] Esa posición se conoce como ishinage
no mie.
[16] Respectivamente se denominan tenchijin no mie y tenchi no mie.