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martes, 16 de diciembre de 2014

Pintura japonesa de tinta china: la sumi-e, II

La pintura sumi-e y el zen
Después de la pequeña introducción sobre la pintura sumi-e japonesa que hice la semana anterior, en este artículo voy a comentar un poco las relaciones entre los monjes de la orden budista zen y la pintura de tinta china japonesa.

El zen
A finales del siglo XIII, la invasión de China por parte de los mongoles forzó la huida a Japón de muchos monjes de aquel país. Como consecuencia, su presencia en los templos nipones contribuyó a la expansión del zen por todo el archipiélago japonés. La práctica de la autodisciplina que esa orden se imponía, su confianza en el esfuerzo y la concentración, así como su rechazo del esotérico panteón de divinidades del budismo ortodoxo contribuyeron a que su mensaje fuera muy bien recibido por una clase militar, dominante durante esos años, acostumbrada al sacrifico y a vivir el momento sin confiar más que en su propia decisión y coraje.

Monje ejecutando una caligrafía de gran tamaño.
Foto: Wikimedia Commons.
Hay que tener en cuenta que el zen rechazaba la representación de cualquier divinidad, todo lo contrario de otras órdenes budistas como la shingon y la tendai. De la iconografía creada alrededor de esas dos sectas hablé en la serie dedicada a la escultura japonesa que publiqué a partir del 8 de octubre de 2013. La insistencia y espontaneidad con que las congregaciones zen ejecutaban los actos más prosaicos y cotidianos eran algunos de los rasgos que las diferenciaban de otras congregaciones.

El zen y el arte
Aunque aquí no disertaré sobre la historia de esa orden religiosa, pues solo me limitaré a comentar las características de la pintura de tinta china, no puedo negar que hablar del zen siempre resulta inevitable. La influencia ejercida por los monjes de esa orden en las artes, además de ser enorme, tuvo mucho que ver con las pautas de comportamiento de sus comunidades monásticas.

Los frailes zen comenzaron a importar y estudiar pinturas chinas durante el periodo Kamakura (1185-1333). Según ellos, el intentar describir la belleza de un paisaje, uno de sus temas preferidos, estaba condenado al fracaso. Por eso prefirieron sugerir antes que representar, plasmar sus emociones ante la naturaleza en vez de dibujarla con exactitud.

Para ellos, una sencilla hoja de bambú podía sugerir tanta energía vital como todo un bosque. El trazo directo, decidido y sin retoque alguno buscaba conseguir ese efecto de manera semejante a como se hacía al escribir un ideograma. Pues bien, a partir de esas premisas, gran parte de la pintura del periodo Muromachi se convirtió en un arte de estructura vaga, altamente poético y que algunas veces llegó a rozar la abstracción, como se aprecia en la ilustración siguiente.

Anónimo: Paisaje haboku, s. XVI, 19x28 cm. Colección privada.
Foto en Gabriele Fahr-Becker (ed.): Arte asiático, Könemann, 2000.

Los paisajes representados por espontáneos trazos de tinta negra, sin color alguno, parecían responder muy bien a los ideales de austeridad y trascendencia de los monjes zen. Por otro lado, los sistemas de representación que utilizaban se basaban en una “perspectiva” de la sugerencia que rechazaba cualquier intento de encajar la realidad en esquemas geométricos como los empleados por los artistas del Renacimiento italiano. Es decir, la tridimensionalidad no se reflejaba mediante la perspectiva geométrica europea, con una línea del horizonte y puntos de fuga, sino con un sistema que se parecía a la modulación de planos empleada siglos más tarde por Cézanne.

A pesar de que el zen no creó específicamente ningún cuerpo doctrinal artístico, su insistencia en la simplicidad y espontaneidad dio lugar a un nuevo enfoque de la pintura. Para un monje zen no resultaba atrayente el brillante colorido de la denominada yamato-e o de los emakimono de espíritu heian. (Pueden usarse los enlaces anteriores para acceder a los artículos en los que hablé de esos tipos de pintura.)

Lo que un monje zen tenía más a mano era un pincel y una piedra para diluir la barrita de tinta. Con esos sencillos utensilios escribía sus pensamientos, un poema o simplemente dibujaba la imagen de un gorrión posado en una rama. Para tales fines, las innumerables tonalidades que se podían obtener con la tinta china resultaban mucho más que suficientes, y los bonzos demostraron que con tan sencillos medios era posible comunicar lo que experimentaban ante la visión de la naturaleza.

Caligrafía de Musō Soseki (1275-1351).
Foto: Wikimedia Commons.
Sin embargo, no debemos pensar que los monjes zen se dedicaron exclusivamente a la pintura o caligrafía con tinta china. Sus aportaciones a la jardinería y a la cerámica fueron también trascendentales en la historia del arte de Japón. En este blog, ya hablé en otros artículos de esas artes.

El zen y el shōgun
Durante el periodo Muromachi, los monasterios zen tuvieron un papel importantísimo en el desarrollo de la cultura japonesa. En concreto, a su alrededor se crearon importantes centros de producción de pintura de tinta china que se convirtieron en verdaderas escuelas de artistas, a las que muchas veces recurrían los señores feudales y en particular los shōgun Ashikaga para que decoraran sus residencias.

En torno a la familia de los Ashikaga se fue creando un refinado cenáculo de artistas, casi todos monjes zen, que actuaban como consejeros del shōgun en cuestiones artísticas. Gracias a los viajes que los bonzos realizaban al continente asiático, el arte y en concreto las pinturas chinas empezaron a ser coleccionadas no solo por los templos, sino también por la clase gobernante, algo que permitió el estudio de primera mano del arte chino por parte de los japoneses que no podían desplazarse al continente asiático.

Para no hacer demasiado largo este artículo, dejo para el martes próximo el hablar de los formatos sobre los que se ejecutaban las obras de tinta china.

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