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martes, 26 de julio de 2016

Constantes en la arquitectura japonesa, tradición y modernidad, VII

En el anterior artículo hablé del concepto de la indefinición espacial en la arquitectura japonesa y hoy me gustaría completarlo comentando otras características, sin duda más difusas, pero no menos importantes, que experimentamos físicamente cuando “entramos” en un edificio de ambiente japonés clásico.

Tatami en el pabellón Hiunkaku, 1917, Takamatsu. Foto: Wikimedia Commons.

Espacio y tacto
Al caminar por las salas de un templo o por las estancias de una vivienda tradicional de Japón, nos damos cuenta enseguida de que aquella etérea diferenciación espacial, de la que hablé en el anterior artículo, además de visual es también táctil. Me explicaré. De todos es sabido que en los interiores japoneses con tatami no se puede caminar con zapatos ni zapatillas, sino que se debe andar descalzo, casi siempre con medias, con calcetines occidentales o con esos patucos japoneses que tienen diferenciado el dedo pulgar del pie y que se denominan tabi.

Entarimado y tatami. Entre ambos se aprecian las acanaladuras para las guías de las puertas correderas.
Foto: J. Vives.


En todo momento, nuestro tacto nos indica si nos estamos desplazando de una zona a otra. Si caminamos sobre los tatami, sentiremos en la planta de los pies su textura fibrosa y la suave morbidez de su trenzado. Si lo hacemos por la galería abierta, por contraste, apreciaremos la dureza de sus tablas y la ligera textura de las vetas de la madera desgatada por los años.

La veranda o galería exterior, en japonés engawa. Foto: Wikimedia Commons.

Tras cruzar la estancia, solo nos queda atravesar la última y difusa frontera: la veranda o galería abierta, denominada en japonés engawa. Desde ese ambiguo espacio en el que nos encontramos, a la vez interior y exterior, “descendemos” al jardín. Para ello, si deseamos caminar por sus senderos deberemos usar unas chancletas o zuecos, denominados geta, cuidadosamente colocados en su sitio.

Zuecos geta en un jardín de Ninna-ji, Kioto. 
Foto: blog de Ninna-ji. (ninnaji-wordpress).
En la fotografía de la izquierda vemos cómo están perfectamente dispuestos en la primera de las piedras que conducen al jardín. Pero, ¡ojo!, en algunos casos, seguramente como en este, solo se han colocado ahí para crear una atmósfera adecuada, pues solo se podrá salir si está permitido. Hay que tener presente que en la mayoría de las viviendas japonesas, tanto tradicionales como modernas, sus jardines son en realidad pequeños patios pensados para disfrutar de su vista, pero no para estar o caminar por ellos. Esto último solo es posible en los grandes parques, los que antaño construían los señores feudales y los que actualmente se diseñan para corporaciones públicas o privadas.

Los reducidos jardines de las residencias urbanas niponas, además de ofrecer una agradable visión, sirven para que sus estancias aparenten ser mayores de lo que son en realidad y para permitir que la brisa estival penetre en ellas. No obstante, como ya he dicho, solo son accesibles para su mantenimiento. Es decir, en la mayoría de las viviendas, la última frontera, el difuso límite que separa el espacio exterior ajardinado del interior habitable es infranqueable.

Siempre que comento esa especial relación entre casa y jardín, no puedo dejar de acordarme de un haiku de Bashō espléndidamente traducido por Fernando Rodríguez-Izquierdo en su libro El haiku japonés:

Montañas y jardín a una
se van adentrando
hasta la habitación en verano.

La villa de Murin-an, 1896, Kioto. Foto: J. Vives.

Esa es la sensación que podemos experimentar si nos sentamos en silencio sobre el tatami de una sala frente al jardín de alguno de los muchos templos de Kioto.

Lo tradicional en la arquitectura japonesa y lo moderno en la occidental
La flexibilidad de uso y la comunión entre casa y jardín, conocida desde muy antiguo en Japón, eran algunas de las obsesiones e ideales de los arquitectos euroamericanos de la primera mitad del siglo XX. Los pocos de ellos, especialmente Taut en 1933 y Gropius en 1954, que descubrieron in situ los edificios tradicionales nipones, quedaron maravillados porque lo que estaban buscando, los japoneses lo conocían y lo llevaban utilizando desde hacía varios siglos.

El cambio de uso de las estancias a lo largo del día, la flexibilidad de los cerramientos, la fluidez espacial entre el interior y el exterior, los acabados naturales de los materiales, la sencillez del mobiliario, la ausencia de elementos decorativos innecesarios, todo les resultaba sorprendentemente moderno y modélico. Un poco más tarde, a finales de los años cincuenta, la ausencia de muebles en las viviendas de Japón se quiso ver como el paradigma del minimalismo, vocablo que en Occidente casi se convirtió en un fetiche de la modernidad.

Minimalismo
Cuando se habla del arte japonés casi siempre acaba apareciendo el minimalismo, un vocablo que hoy día se aplica frívolamente a todo, desde la decoración hasta la tan de moda gastronomía. El concepto minimalista se hizo célebre a partir del momento en que se propagaron ciertas interpretaciones superficiales de la frase “menos es más”, atribuida al arquitecto Mies van der Rohe, aunque parece ser que no fue él quien la empleó por primera vez. Sin embargo, esa idea no ha sido compartida por muchos artistas. Por ejemplo, el mediático Frank Gehry, autor del Guggenheim de Bilbao, ha escrito: “menos es más,… pero aburrido”, sin duda una ocurrente crítica a la obsesión compulsiva de los apóstoles de esa tendencia.

La insistencia en simplificar y reducir los elementos de una obra artística a los estrictamente imprescindibles, fue durante siglos una de las constantes del arte japonés, y no solo de la arquitectura. Desde muy antiguo existió entre las élites de Japón el convencimiento de que la elegancia más exquisita en cualquier manifestación se alcanzaba después de haber prescindido de todo lo accesorio, pomposo o grandilocuente. Sin embargo, una vez más, ese planteamiento no apareció en Occidente hasta el siglo XX. En concreto, Adolf Loos (1870-1933) escribió su artículo Ornamento y delito en 1908.

La sincera simplificación en la arquitectura y en todo el arte japonés es algo mucho más profundo que la moda minimalista, popularizada a partir de los años sesenta de la pasada centuria por América y Europa y que, curiosamente, también llegó al archipiélago nipón como su propia imagen deformada por un espejo mal construido.

En Japón, los elementos que integran la composición de una pintura, de un jardín, de una casa de té, de una representación de teatro o de un poema se intentan reducir a lo imprescindible, a lo estrictamente vital. En todas esas artes podemos encontrar numerosos ejemplos de ello, y siempre con una idea: no perder de vista lo verdaderamente esencial.

En el siguiente artículo comentaré algunos edificios japoneses actuales, para ver si en ellos se manifiestan los rasgos presentes en la arquitectura clásica que he comentado hasta hoy a lo largo de esta serie. 

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