La escultura japonesa del siglo VIII, periodo Nara, tercera parte
Después del paréntesis técnico de la semana anterior, reanudo el recorrido por la escultura budista
japonesa del siglo VIII volviendo a Hōryū-ji, un templo que ya empieza a sernos
familiar. Lo hemos visitado para ver sus edificios,
para ver sus estatuas de bronce y madera y
ahora volvemos para contemplar una serie de imágenes que se modelaron con
arcilla.
Las
imágenes en la puerta central de Hōryū-ji
Si recordamos
nuestra primera visita a Hōryū, cuando entramos
en su recinto oeste para comentar su arquitectura, al atravesar su puerta
central mencioné que en sus dos nichos laterales había sendas esculturas de los
vigilantes del templo. Henos de nuevo aquí para fijarnos detenidamente en
ellos.
Uno de los niō: Misshaku
Kongō, 711, arcilla, 379 cm. Hōryū-ji. Foto: J. Vives. |
Uno de los niō: Naraen Kongō, 711, arcilla, 379 cm. Hōryū-ji. Foto: J. Vives. |
Los enormes
guardianes de Hōryū-ji, realizados en arcilla, miden casi cuatro metros de
altura. Naraen Kongō, con la boca cerrada y el cuerpo azul, se coloca en el
oeste. Su brazo izquierdo lo extiende con el puño cerrado, mientras que la mano
diestra la abre con energía. Simboliza la fuerza latente. Misshaku Kongō, con
la boca abierta y el cuerpo rojo, se sitúa en el este. Su brazo derecho lo dirige
hacia el suelo abriendo los dedos de la mano, mientras que el izquierdo
sostiene un largo cayado, que aquí se ha perdido. Simboliza la fuerza dinámica.
Debido a que
ambas esculturas se encuentran al exterior, no solo su color se ha desvanecido,
sino que sus partes inferiores se han visto muy afectadas por las inclemencias
del tiempo. Se sabe que en la época Kamakura se realizó una restauración de
notable entidad y que a lo largo de los siglos se han reparado varias veces.
De las
estatuas de los guardianes que vemos actualmente en Hōryū-ji, solo las cabezas datan del
siglo VIII. El torso y brazos deben mucho al estilo imperante durante el
periodo Kamakura, del que hablaré dentro de dos semanas,
por lo que seguramente son fruto de una reinterpretación del original realizado
por artistas de esa época.
Las
imágenes en la pagoda de Hōryū-ji
En el interior de la pagoda de Hōryū-ji, el pilar central se
revistió con cuatro muros de arcilla a modo
de un decorado teatral. En cada uno de ellos se realizó una composición de
pequeñas figuras, de 30 a 50 cm de altura, que representaban escenas de
la historia budista: la muerte de Buda, el reparto de sus reliquias, el
coloquio entre Monju y Yuima y el paraíso de Miroku; esta última actualmente en
mal estado de conservación.
La entrada de Buda en el nirvana, 711, arcilla, 30-50 cm. Pagoda de Hōryū-ji. Foto: folleto del templo. |
La fotografía
anterior reproduce una parte de la escena denominada “entrada de Buda en el
nirvana”. En el centro, el dorado cuerpo de Shaka aparece recostado en un
estrado. Le rodean sus discípulos gimiendo de dolor con los puños cerrados. La
expresión de esas figuras es estremecedora. El patetismo del momento queda
subrayado con el tratamiento de los torsos desnudos de muchos
personajes, en los que se marca claramente su casi esquelética anatomía. A
lo lejos, entre las rocas del decorado, también aparecen pequeñas imágenes de personas
que acuden al entierro y cuyo tamaño es menor que el de las situadas en primer plano para
crear el adecuado efecto de perspectiva.
Coloquio entre Yuima y Monju, 711, arcilla, 50 cm aprox. Pagoda de Hōryū-ji. Foto en Mizuno Seiichi: Asuka Buddhist Art: Horyu-ji. Heibonsha, 1976. |
La fotografía anterior es un detalle de otra escena de la
historia budista que relata un famoso diálogo entre dos santos, Monju y Yuima,
rodeados de fieles que escuchan concentrados sus palabras. En la parte superior
izquierda de la ilustración vemos a Monju, quien acaba de oír la prédica de
Yuima (que no aparece en la foto) y está a punto de replicarle con la mano
diestra alzada. En la zona derecha, entre las nubes, levita un
bosatsu.
Las
imágenes en el Yumedono de Hōryū-ji
Voy a presentar ahora una imagen custodiada en el Yumedono, no tanto por sus méritos artísticos, que los
tiene, como porque me interesa compararla con otra que comentaré justo a
continuación.
Me estoy refiriendo al retrato del monje Gyōshin, una
estatua de laca seca creada en los años de mayor esplendor de esa técnica. La
obra se realizó una vez fallecido el bonzo y nos lo presenta en posición de
loto, sosteniendo una vara, a punto de abrir la boca y con los extremos de cejas
y ojos muy levantados fijando la vista de forma casi severa.
El monje Gyōshin, segunda mitad del s. VIII, laca seca hueca, 90 cm. Yumedono de Hōryū-ji. Foto en Mizuno Seiichi: Asuka Buddhist Art: Horyu-ji. Heibonsha, 1976. |
No se puede negar que en esta magnífica estatua su autor
consiguió un retrato de un realismo muy efectivo. Si nos fijamos con detalle en
la fotografía anterior, Gyōshin parece
estar a punto de aleccionarnos, casi de reprendernos; algo no muy frecuente en
la estatuaria budista de monjes célebres, casi siempre representados como
personas tranquilas y benevolentes. En este caso no es así y todos los detalles,
como el prominente cráneo y las grandes orejas, parecen ser fruto de una estricta
fidelidad al modelo y el deseo de retratar su verdadera personalidad. Como
dije, ahora mismo veremos otro retrato de un bonzo que es la otra cara de la
moneda.
Las
imágenes de Tōshōdai-ji
Voy a comentar brevemente algunas imágenes de otro de los
grandes templos de la ciudad de Nara: Tōshōdai-ji, una congregación fundada en
el año 759 por un bonzo chino de nombre Ganjin (688-763). Precisamente, de este
personaje se custodia en dicho monasterio la escultura a la que me refería en el
párrafo anterior y que voy a comentar ya mismo.
Permítaseme la licencia de presentar la estatua del mencionado
monje Ganjin antes que las imágenes de dioses budistas también custodiadas en Tōshōdai-ji.
El
retrato de Ganjin en Tōshōdai-ji
Las peripecias que padeció Ganjin hasta arribar a Nara desde
su China natal duraron años, a lo largo de los cuales sufrió naufragios,
prisión e incluso la pérdida de la vista. A pesar de esto último, el papel que
desempeñó no solo fundando Tōshōdai-ji, sino expandiendo la doctrina budista por
Japón fue enorme, por lo que se le considera uno de los personajes claves
de la historia de esa religión en el País del Sol Naciente.
En su viaje, Ganjin estuvo acompañado por varios correligionarios de su país, entre los cuales sin duda había algunos escultores, muy necesarios para crear las imágenes que la liturgia budista precisaba durante su expansión por el archipiélago nipón. Su retrato debió de ser obra de alguno de esos compatriotas y muy probablemente se ejecutó poco antes de que falleciera, con lo que sería casi coetáneo del de Gyōshin que he comentado anteriormente. Ganjin se nos presenta con los ojos cerrados y las manos en la posición de meditación.
El monje Ganjin, c. 763, laca seca hueca policromada, 80 cm. Tōshōdai-ji, Nara. Foto: folleto del templo. |
Compárense las fotografías anteriores de ambos monjes. Gyōshin
parece posar ante nosotros, su talante resulta severo, casi desconsiderado. No
hay nada en él parecido a la nobleza y serenidad de Ganjin, cuya paz interior
se contagia a quien le contempla. Su sencillez, calor humano y capacidad de
comunicarse con nosotros a través de su introspección es casi palpable. Sin
duda alguna, estamos ante otra de las obras maestras de la estatuaria japonesa
de todos los tiempos, una escultura que ciertamente logra conmover a quien la
contempla.
Después de este pequeño paréntesis, y confiando que los dioses
budistas sean benévolos conmigo, voy a comentar, ahora sí, un par de
impresionantes divinidades expuestas en el pabellón dorado de Tōshōdai-ji.
Imágenes
en el pabellón dorado de Tōshōdai-ji
El pabellón dorado de Tōshōdai-ji es un modélico ejemplo de
arquitectura budista del siglo VIII que custodia un impresionante conjunto de
estatuas de las que voy a comentar únicamente un par de ellas. La primera será
la imagen central, el conocido como Rushana butsu.
Rushana butsu
El Rushana butsu de Tōshōdai-ji es una imponente escultura de
más de tres metros de laca seca hueca, tras la que aparece un enorme halo con cientos
de pequeños budas tallados en círculos dorados. La imagen se representa
sentada sobre una flor de loto esculpida en un rústico pedestal de madera de casi
dos metros de altura y en el que en cada uno de sus pétalos se ha tallado una figura de Buda. En esa base existe una inscripción con los nombres de un
escultor, un lacador y un aprendiz, hecho que demuestra la importancia que se
concedía en esos años a los maestros de la laca.
Debo explicar que, en realidad y a pesar de la posición de
sus manos, estamos frente a un Dainichi nyorai, del que di sus características
más generales los días 15 de octubre y 22 de octubre. Lo que no
comenté entonces fue que su nombre y atributos podían variar según las sectas e
incluso de si representaba uno u otro nivel de personificación divina.
En este caso la mano derecha no agarra el índice izquierdo,
sino que la alza juntando el dedo anular con el pulgar, un mudra con el que da
su bienvenida a los fieles que han alcanzado un determinado nivel de
perfección.
Rushana butsu o solo Rushana es el nombre que otorga a esta
imagen una de las sectas budistas más importantes de Japón, la tendai. Pero como ya he dicho en innumerables
ocasiones, no deberíamos perdernos en complejas disquisiciones doctrinales,
sino intentar impregnarnos del perfume que emanan estatuas como esta, sin duda ejecutadas por artistas como la copa de un pino.
Rushana butsu, segunda mitad s. VIII, laca seca hueca dorada, 305 cm. Tōshōdai-ji. Foto: folleto del templo. |
Rushana butsu
mantiene sus rasgados ojos entreabiertos. Su boca, suavemente cerrada, es pequeña
pero de labios muy marcados, algo que se aprecia cuando se contempla de perfil.
La articulación de los dedos es muy realista gracias a las varillas metálicas en
su interior, un recurso técnico que expliqué en el artículo anterior. Como mandan los cánones, la
túnica cubre solo parcialmente el hombro derecho y sus pliegues caen formando una suave curva que rompe la simetría. Todos esos rasgos no hacen más que demostrar
la notable destreza alcanzada en el
modelado de la laca seca durante el siglo VIII.
Pero al margen de la técnica escultórica, lo importante es lo que se consigue con ella, o mejor dicho, lo que un artista logra cuando, después de dominarla absolutamente, la olvida y supera en aras de la expresividad, comunicabilidad, o como queramos llamarlo. Ante esta estatua, en la penumbra, percibimos su pacífica mirada a través de sus ojos casi cerrados. Sus manos, extremadamente delicadas, nos invitan a que le acompañemos. Su presencia resulta reconfortante, algo que confío empiece a sentir el lector ante algunas de las imágenes budistas que voy mostrando.
Esta obra monumental, situada en el centro del pabellón dorado de Tōshōdai-ji, está flanqueada por otras dos imágenes también de gran tamaño, Senjū Kannon y Yakushi nyorai, con las que forma una tríada ante la cual se disponen seis guardianes divinos de menor altura.
Senjū Kannon
A la diestra
de la estatua comentada se encuentra otra enorme escultura dorada de más de cinco
metros de alto; es Senjū Kannon, el Kannon de los mil brazos, una escultura modelada
en laca seca sobre un núcleo de madera.
La mayoría de
las representaciones de Senjū Kannon, a pesar de su nombre y por obvios
motivos, solo tienen 40 brazos. Sin embargo, en este caso, además de ese número
preceptivo de tamaño adecuado, la imagen tiene centenares de pequeños brazos
que nacen de sus costados y que suman los mil que le acuerda la iconografía
budista.
A pesar de lo inverosímil de la presencia de tal cantidad de miembros, la apariencia natural de la estatua no queda afectada y gracias a su apretada distribución se convierten en un gigantesco halo que produce un envolvente efecto plástico y también dramático.
Senjū Kannon, segunda mitad s. VIII, laca seca sobre madera dorada, 536 cm. Tōshōdai-ji, Nara. Foto: folleto del templo. |
Cada uno de
los 40 brazos de tamaño “natural” sostiene un objeto diferente como atributo de
su labor. Por ejemplo, vemos joyas, un arco, una espada, un espejo, una flor de
loto, una rama de sauce, un tridente, un cofre de sutras, un palacio, una rueda
dorada, una concha marina y así hasta cuarenta, todos con una simbología
concreta. Aunque muchos de ellos se fueron perdiendo con los años y se sustituyeron
en sucesivas restauraciones, otros son originales.
La presencia
de Senjū Kannon, con sus centenares de brazos y diez cabezas en la corona,
resulta impresionante, pero no inquietante como podría suponerse. Las dos
parejas de brazos principales, una juntando las manos para rezar y la inferior
en la posición de meditación, contribuyen a que desde su altura nos reconforte
con sus ubicuos poderes.
No existe
aquí la dulce serenidad que exterioriza Rushana butsu, pero en cambio
complementa perfectamente esa virtud con su interiorizada actitud, representada
por el tercer ojo que apenas de distingue en su frente.
Hoy hemos
visitado dos templos de la prefectura de Nara, Hōryū-ji y Tōshōdai-ji, que reúnen
en su patrimonio paradigmáticas muestras de arte escultórico japonés del siglo
VIII. Han quedado en el tintero muchas imágenes de un enorme nivel artístico,
pero como dijo Azorín: lo bueno si breve dos veces bueno.
El martes próximo hablaré de la escultura budista del
siguiente periodo, el Heian.
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