lunes, 10 de marzo de 2025

Antonio Santos: "Jardines de piedra. Hiroshi Teshigahara. Cine, roca, bambú"

Hace ya mucho tiempo que no publico una reseña de algún libro de arte japonés, pero hoy voy a volver a hacerlo de uno que, como explicaré enseguida, resume muy bien el universo estético nipón. Me refiero al escrito por Antonio Santos, profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales en la Universidad de Cantabria y también en la cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid, y publicado en diciembre del pasado 2024 por Editorial Shangrila con el título Jardines de piedra. Hiroshi Teshigahara. Cine, roca, bambú.

Los que hemos asistido a alguna conferencia de Antonio Santos sabemos de su espléndida oratoria y de su capacidad para descubrir inesperadas relaciones entre especialidades artísticas aparentemente muy alejadas. 

Su texto se centra en la obra de Hiroshi Teshigahara (1927-2001), quizás poco conocido por nuestros lares, pero cuyo papel en el panorama artístico nipón de la segunda mitad del siglo XX y también su relación con España bien merecían este completísimo trabajo de Antonio Santos.

El libro publicado por Ediciones Shangrila de Valencia, dentro de su colección Trayectos Libros, está encuadernado en tapa blanda, mide 16x23 cm, tiene 567 páginas y se divide en los siguientes capítulos:

  1. Cine, roca, bambú. Para escribir con la luz
  2. El arte y los artistas
  3. Hijos de Sísifo
  4. Arte, fuga y combate
  5. Jardines de piedra
  6. Parábola del té y el bambú
  7. Filmografía
  8. Principales exposiciones, instalaciones y demostraciones artísticas
  9. Bibliografía

1.- Como bien dice el autor en las primeras páginas de su libro refiriéndose a Teshigahara: En Europa y en América se le reconoce sobre todo como cineasta, pero esta práctica nunca discurrió aislada de las restantes. (pp. 11-12) Eso lo debemos tener muy en cuenta, pues la actividad del japonés siempre osciló entre el ikebana, ya que fue el tercer gran maestro de la escuela Sōgetsu, la cerámica, la jardinería, la caligrafía, el cine y las instalaciones. Precisamente de ese trabajo caleidoscópico es de lo que habla y nos ilustra Antonio Santos.

Esa interrelación de todas las artes es uno de los rasgos de la cultura japonesa que proviene del mundo del té, un entorno en el que arquitectura, jardinería, cerámica, caligrafía, arreglo floral e incluso el arte del protocolo se fusionan en un mismo ambiente como se pone de manifiesto cuando, en el primer apartado del libro, se dice de Teshigahara: En su obra, y de manera muy especial en sus documentales y cortometrajes, el cine fluye como la textura común, el cimiento indispensable, pues hace posible el diálogo entre las artes que le interesaban: el ukiyo-e, el arreglo floral, la fotografía, la escultura, la arquitectura; las artes del té y las instalaciones de bambú. Y, siempre presente, la música que aporta espiritualidad y misterio. (p. 13)

Tras esa introducción, Antonio Santos dedica el inicio del primer capítulo, que titula “Cine, roca, bambú. Para escribir con la luz”, a la familia Teshigahara para enseguida hacer un rápido recorrido por la vida de Hiroshi, sus primeros contactos en los años cincuenta con algunos de los artistas japoneses más importantes del momento y su poliédrica producción hasta su fallecimiento en 2001.

Una sección independiente de ese capítulo se consagra al centro Sōgetsu, una escuela de ikebana cuya primera sede se inauguró en 1958, a partir de un proyecto del arquitecto Tange Kenzō (1913-2005), y la segunda en 1978, también diseñada por Tange. Bajo la dirección de Hiroshi Teshigahara, el centro Sōgetsu se convirtió en un polo cultural de primer orden. Por su sala de actos y exposiciones pasaron los más reputados artistas del momento, tanto japoneses como occidentales. En especial, durante los años cincuenta y sesenta, los integrantes del grupo Gutai, la mayoría procedentes de la región de Osaka, no solo pudieron presentar su acciones y obras en la primera sede, sino que el centro les facilitaba alojamiento y espacio para preparar o rematar sus montajes escénicos, no pocas veces verdaderas acciones.

La tercera parte del primer capítulo comienza con un aforismo del propio Teshigahara: El cine es mi lenguaje. (p. 71) El cine será también el esqueleto de todo el libro, en el que se alternarán los apartados dedicados al comentario pormenorizado de 21 películas con otros que a modo de complemento nos irán descubriendo paralelismos y relaciones entre distintas especialidades, obras y artistas.

2.- El inicio del segundo capítulo, “El arte y los artistas”, se dedica al ikebana, al arreglo floral, especialidad de la que Antonio Santos nos descubre una inesperada afinidad con el cine cuando dice: Siendo muy consciente de esta relación tan estrecha con el medio, el arreglista selecciona distintos elementos del entorno; los captura en bruto y los vuelve a ensamblar de acuerdo con un plan previsto. Lo cual tiene mucho que ver, se apreciará, con la filmación y el montaje de una película. (p. 96) Y a continuación, nos muestra otras muchas relaciones del ikebana con la caligrafía, con la escultura.

El resto de los apartados de este capítulo se consagran al análisis de seis películas realizadas por Teshigahara: cinco cortos y un largometraje.

El primero es Ikebana (1957), que se inicia comentando el papel que representó en las artes japonesas el maestro de té Sen no Rikyū (1522-1591), para luego mostrar a Teshigahara Sofu (1900-1979), el padre de Hiroshi, en su estudio trabajando en busca de la esencia del ikebana.

Los dos siguientes cortometrajes analizados tratan de la obra escultórica de Teshigahara Sōfū y del suizo Jean Tinguely (1925-1991). Sus títulos son, respectivamente, Vida. Esculturas de Sōfu (1963) y Esculturas en movimiento: Jean Tinguely (1981), apartado que se encabeza con una cita del suizo muy reveladora: Yo hago ikebanas estabilizados. (p. 130) Sus obras se mueven, pero no se desplazan.

El capítulo segundo del libro concluye con el análisis de dos cortometrajes y un mediometraje: Hokusai (1953), Tokio (1958) y Doce fotógrafos (1955). Y de nuevo, Antonio Santos nos ilustra con innumerables detalles de los tres. En cierto momento, nos descubre que Hokusai se anticipa a la recordada imagen del domador de pulgas de Mr. Arkadin, de Orson Wells (1955). (p. 140)

De Tokio, nos dice que en él se muestran la vitalidad y las contradicciones de una megalópolis que, en 1958, con ocho millones y medio de habitantes, seguía siendo la mayor del mundo y se encontraba en un proceso de continua y acelerada transformación. (p. 143)

Doce fotógrafos fue un encargo de la revista Photo Art Magazine que deseaba dar a conocer la obra de una docena de fotógrafos, entre los que se encontraban Watanabe Yoshio (1907-2000), conocido internacionalmente por sus fotos de arquitectura, y Domon Ken (1909-1990), para cuyo museo, inaugurado en 1983 a partir de un proyecto del arquitecto Taniguchi Yoshio (1937-2024), Teshigahara diseñó un jardín e Isamu Noguchi (1904-1988) una escultura.

3.- La primera parte del tercer capítulo, “Hijos de Sísifo”, trata de las relaciones de Teshigahara con el escritor Abe Kōbō, de las que Antonio Santos dice: No se puede comprender ni valorar la obra cinematográfica de Hiroshi Teshigahara, al menos en sus primeras etapas, sin tener en cuenta la aportación determinante de quien fuera su amigo, compañero y guionista de juventud, Kimifusa —posteriormente Kōbō— Abe (1924-1993), uno de los más importantes escritores japoneses de la segunda mitad el siglo XX. (p. 159)

A continuación, como en el anterior capítulo, los siguientes cinco apartados se dedican a comentar detalladamente sendas películas de Teshigahara. De las claves oníricas de la primera, Otoshiana (La trampa), de 1962, dijo el propio cineasta: Este tipo de cosas están en Buñuel. (p. 177)

La segunda es Suna no onna (La mujer de la arena), de 1963, de la que Teshigahara indicó: El desafío aquí era cómo representar las múltiples formas de expresión de la arena, no como un paisaje sino como un ser vivo. La película tiene tres personajes principales: el hombre, la mujer y la arena. (p. 189) La película tuvo dos nominaciones a los Oscar de 1964, a la mejor película extranjera y al mejor director, y recibió el Premio Especial del Jurado en el Festival de Internacional de Cannes de ese mismo año.

Los siguientes tres apartados se dedican al corto Ako. Shiroi asa (Ako. Blanca mañana), de 1964, y a los largometrajes Tannin no kao (El rostro ajeno), de 1966 y Moetsukita chizu (El hombre sin mapa), de 1968.

Del corto, el autor del libro comenta: Director y guionista parten de un interrogante fundamental: ¿qué significa ser joven, y de manera particular en el Japón de provincias de los años 60? (p. 213)

Respecto al primer largometraje, El rostro ajenodescubre en él  ecos de Kafka, de Samuel Beckett, del teatro del absurdo y la poesía surrealista, [...] (p. 222) y que son numerosas las audacias formales que presenta la película: planos detalle y sobreencuadres enfáticos; primerísimos primeros planos, zoom abrupto, congelados... (p. 223) En esta obra, la perspicacia de Antonio Santos nos hace ver que en el salón donde discurren tres escenas fundamentales de la película, destaca una reproducción de la Minotauromaquia de Pablo Picasso: una presencia intencionada que identifica al protagonista con el ser híbrido que pende sobre su cabeza. (p. 228)

El capítulo concluye con El hombre sin mapa, la última colaboración de Teshigahara con Abe y la primera con el gran estudio y productora Tōhō.

4.- El capítulo cuarto, “Arte, fuga y combate”, comienza con un apartado en el que de nuevo encontramos al Antonio Santos que más me fascina: cuando descubre puntos en común entre especialidades, obras y creadores artísticos. En su primera parte aparecen el ceramista Kitaōji Rosanjin (1883-1959), el escultor Okamoto Tarō, el arquitecto Tange Kenzō, y nos comenta el interés de Teshigahara por la cerámica reflejado en esta frase del japonés: El sentido táctil de la cerámica es fascinante. El toque lo es todo. (p. 256)

En el libro también se glosa la faceta de Teshigahara como calígrafo, en particular su acción en el Palacio Real de Milán, donde en 1995 creó una obra gigante de la que se nos advierte que, como en gran parte de las caligrafías: Poco importa que el espectador no sea capaz de leerlo, o de entender su significado preciso; la potencia del trazo y la belleza de la composición transmiten ideas, sugieren emociones, tal como lo haría una obra abstracta que es, en sí misma, un desafío o un interrogante para quien la contempla. (p. 260)

En los siguientes siete apartados de este capítulo, se nos presentan sendas películas de Teshigahara, en las que, como en los anteriores casos, el autor del libro descubre innumerables detalles que, sin su ayuda, no solo la de un especialista en cine, sino también la de un gran conocedor del arte y cultura de Japón, nos pasarían desapercibidos. 

5.- Los capítulos quinto y sexto se titulan respectivamente “Jardines de piedra” y “Parábola del té y el bambú”. El saltar de un arte a otro, el mencionar a varios artistas de diferente nacionalidad o especialidad relacionándolos certeramente es lo que más me cautiva de los textos de Antonio Santos. Cuando habla del jardín nos hace ver que, como en el resto de las artes niponas, en él se encuentra el verdadero espíritu del País del Sol Naciente. En Japón solo es bello lo que puede cambiar. Si lo real es permanente, nada es real. [...] Por eso mismo en el arte japonés —digamos: la jardinería— lo material, lo espiritual y lo enigmático conviven y se abrazan. Por eso también en el arte japonés —y de nuevo en su jardinería— lo asimétrico representa, con todo su poder evocador, la belleza y grandiosidad de lo eternamente cambiante: el hombre y su entorno; la naturaleza y el universo. (p. 329)

En casi todo jardín japonés, las piedras desempeñan un papel que se resume en los siguientes subapartados del libro: “Lo que la piedra guarda”, “Lo que la piedra mueve”, “Lo que la piedra dice”, “Lo que la piedra pide” y “Lo que la piedra crea”. La lectura de todos atrapa, al tiempo que nos descubre fascinantes recovecos del arte y cultura de Japón.

Los apartados segundo y tercero y cuarto de este quinto capítulo se dedican al corto Gaudí. Cataluña (1959), a la visita del japonés a Port Lligat y su encuentro con Salvador Dalí (1904-1989) y al mediometraje Antonio Gaudí (1984).

En Gaudí. Cataluña, de nuevo descubrimos conexiones de todo tipo. Ya hemos visto que Teshigahara y su centro Sōgetsu habían tenido desde mediados de los años cincuenta del siglo pasado contactos muy estrechos con los artistas de Gutai, de quienes el crítico francés Michel Tapié (1909-1987) se convirtió en valedor en Europa. Esas relaciones permitieron que se conocieran Tapié y el padre de Teshigahara y que el francés lo invitara en 1959 a una serie de exposiciones en América y Europa. Gracias a ello, los dos Teshigahara, padre e hijo, pasaron por Barcelona donde descubrieron a Gaudí. Fue un final de viaje que había empezado en Estados Unidos y que cambió totalmente a ambos, especialmente al joven Hiroshi, por entonces veinteañero. En Barcelona se alojaron en casa de Antoni Tàpies (1923-2012), con quien Sōfū mantuvo correspondencia durante años.

Lo que sintió Teshigahara cuando descubrió a Gaudí lo explica muy bien Antonio Santos en los apartados finales del quinto capítulo: poco después de entrar en la ciudad, cuatro extraños campanarios aparecieron ante mis ojos. Sus agujas parecían dominar todo el espacio, resplandeciendo en oro. Me sentí atrapado por una suerte de revelación. (p. 347) Y un poco más adelante nos hace ver que la idea que tenía Gaudí de su oficio no se aparta del concepto de camino —do— en las artes japonesas, tal como lo hemos venido esgrimiendo en el presente trabajo. (p. 389) En la misma página menciona un aforismo del fotógrafo Hosoe Eikō: Pensando en Gaudí, que hace brotar el crisantemo de una piedra. (p. 389)

En este apartado se explican de forma clara los fundamentos de la atracción que tiene España para los japoneses, y que en el caso de los Teshigahara tuvo dos focos: Gaudí en Barcelona y Dalí en Port Lligat, encuentro al que se dedican varias páginas del libro. 

Esta sección sirve a Antonio Santos para, una vez más, establecer relaciones entre Dalí, Buñuel y el mundo de los Teshigahara. Soberbias son las páginas que dedica a la corta estancia de los japoneses en Port Lligat, donde nos dice que había otro español que también filmó esos momentos.

Los dos últimos apartados de este capítulo, “De roca, cielo y agua” y “Los jardines musicales de Toru Takemitsu”, vuelven a ser un viaje que vincula de manera inesperada artistas de todo tipo, el mundo occidental y el mundo nipón, diferencias y similitudes.

“Los jardines musicales de Toru Takemitsu” se encabezan con un aforismo del propio compositor: Mi música es como un jardín, y yo soy el jardinero. (p. 444) Las relaciones entre Teshigahara y Takemitsu permiten a Antonio Santos exponer las que existen entre cine y música y cómo las veían ambos. La vista y el oído están abiertas a experiencias, ideas y emociones de naturaleza intensamente cinematográfica, decía Takemitsu. (p. 450) Esta sección está llena de citas del músico nipón, convenientemente comentadas por el autor del libro, que permiten descubrir su implicación en las películas de Teshigahara y también en las de otros directores japoneses.

6.- El último capítulo, “Parábola del té y el bambú”, gira en torno a un par de largometrajes de más de dos horas de duración: Rykyū, de 1989, y Basara (La princesa Gō), de 1992.

En su primer apartado, una vez más, aparecen el mundo del té como manantial inagotable de la cultura japonesa y el zen como orientación vital. Al respecto, Antonio Santos nos dice: Tanto el Zen como el arte del té comparten una misma fijación por la sencillez y la esencialidad. La supresión de toda retórica y afectación, la eliminación de todo lo innecesario, la concentración en lo primordial. El té es muy importante en la cultura del Zen: despierta y mantiene la mente activa y vigilante, pero no la intoxica. El té representa al budismo prácticamente de la misma forma que el vino lo hace en el cristianismo. (pp. 461-462) La última frase demuestra la perspicacia del autor de libro para descubrirnos paralelismos inesperados.

A esta introducción, le siguen los apartados dedicados a los dos largometrajes. Del consagrado a Rikyu solo voy a destacar una frase de Antonio Santos: Hideyoshi se emociona y conmueve ante un arte, el del té, que jamás logrará poseer ni dominar. El té es para el tirano, el don imposible, el territorio deseado que nunca podrá conquistar; podrá doblegar al artista, pero nunca su arte. La sombría y violenta personalidad de Hideyoshi se ejemplifica en una escena de la película en la que el taikō se refleja sobre una superficie curva, reduciendo su rostro a una imagen deformada y paródica de su ánimo belicoso y destructivo, una caricatura o una anamorfosis del poder corrompido. (p. 485)

Por su parte, Basara (La princesa Gō) se inspira en la vida de otro gran maestro del té: Furuta Oribe (1544-1615), quien fue discípulo de Sen no Rikyū y como él experimentó el conflicto siempre abierto entre el arte y la política, entre el artista y el poder. (p. 490)

En el último apartado del libro “El camino de bambú”, Antonio Santos nos dice que, en 1981, Teshigahara empezó a experimentar con el bambú. Su interés por este material nació de nuevo en Fukui, su espacio de retiro y cerámica, cuando advirtió, tras una copiosa nevada, la ductilidad de sus cañas, capaces de arquearse intensamente para soportar la carga de nieve sin quebrarse. Por el contrario otras especies como el cedro, aparentemente más resistentes, cedían y se agrietaban. (pp. 504-505)

Mucho antes, Teshigahara ya había mostrado interés por el teatro y el kabuki, pero a finales de los años ochenta recibió una invitación para colaborar en el montaje de Turandot de Puccini en la temporada 1991-1992 de la Ópera de Lyon, bajo la dirección musical del estadounidense de origen nipón Kent Nagano (1951-). Como en otras producciones operísticas occidentales en las que se decide que participen artistas japoneses, en Lyon, además de Teshigahara, también lo fueron los responsables del vestuario, maquillaje y coreografía.

El libro se remata con listados de la filmografía de Teshigahara y de sus exposiciones o instalaciones, así como una amplia bibliografía.

Para tener una mayor información sobre este estupendo libro, recomiendo ver la grabación de la charla que el autor ofreció el 14 de diciembre de 2024 en el Ateneo de Santander y que puede verse en el canal de YouTube de esa entidad.

Los interesados en adquirir Jardines de piedra. Hiroshi Teshigahara. Cine, roca, bambú de Antonio Santos lo encontrarán en cualquier librería y también en Amazon.

Como complemento a todo lo dicho, solo recordar que la película La mujer de la arena (Suna no onna) puede verse completa en YouTube, con subtítulos en español, en este enlace.