Historia y arte del jardín japonés
Ofrezco a continuación un extracto de mi libro Historia y arte del jardín japonés publicado por Satori Ediciones este mes de mayo de 2014. Se trata de una sucinta historia de los jardines japoneses que permite entender cómo aparecieron estilos tan singulares como el de los jardines zen, entre otros.
En sus más de 280 páginas, he procurado explicar las intenciones de sus creadores, verdaderos artistas muchas veces anónimos, y descifrar las reglas por las que se guiaban durante su construcción. En su interior se incluyen fotografías de todos los jardines que se comentan, más de cuarenta.
En sus más de 280 páginas, he procurado explicar las intenciones de sus creadores, verdaderos artistas muchas veces anónimos, y descifrar las reglas por las que se guiaban durante su construcción. En su interior se incluyen fotografías de todos los jardines que se comentan, más de cuarenta.
En mi blog he publicado otras entradas con información sobre el libro. En una de ellas se puede leer su índice y en otra sus datos completos. Además, para los interesados en la fotografía, aquí verán un montaje con algunas de las ilustraciones que aparecen en su interior.
A continuación inserto dos extractos del libro. El primero es la "Introducción", donde se explica qué tienen de especial los jardines japoneses. En el segundo, "Pasado, presente y futuro", se hace una corta recapitulación de lo que ha sido y puede ser la evolución del jardín en Japón.
Introducción
Jardines japoneses
Los jardines japoneses tienen
una personalidad propia que permite distinguirlos de los de cualquier otro país
del planeta, sea este occidental u oriental. No solo sus planteamientos,
técnicas y resultados formales se encuentran en las antípodas de sus coetáneos
europeos, sino que sus realizaciones más paradigmáticas también se distancian
notablemente de sus primeros modelos asiáticos.
La jardinería en Japón parte
de ciertos presupuestos culturales presentes en muchas de las manifestaciones
artísticas niponas. Entre otros aspectos, debe considerarse que ya desde el
siglo xiii su rango se equiparó al
de un arte como la pintura. Por otro lado, su integración con la arquitectura
es tan profunda que, en la mayoría de los casos, difícilmente pueden entenderse
por separado una sin la otra. Precisamente esa es una de sus características
más definitorias.
Los jardines japoneses no se
arrogan la capacidad para encajar la naturaleza en esquemas geométricos, como
hacen los europeos. No existe en ellos la presunción de semejante dominio por
parte del hombre. Son meros intermediarios entre el individuo y su entorno. Son
símbolos de un universo mítico y religioso, sobre el que invitan a meditar para
encontrar la esencia de una flor, de un árbol o de una piedra.
La jardinería en Japón ha
evolucionado a lo largo de casi dos milenios manteniendo ciertas ideas apenas
alteradas. Sin embargo, eso no ha impedido a sus creadores conseguir resultados
formales muy diversos en los espacios más variados. Algunos de ellos son
sencillos patios en los que apenas hay unas pocas rocas sobre un lecho de
grava. Otros, parecen simples terrenos donde se ha dejado crecer libremente la
vegetación. Pero en todos los casos, nada tienen que ver con los parques
renacentistas o barrocos europeos.
Por todo ello, los jardines
japoneses parecen refractarios a una rápida comprensión por parte del
observador occidental. Poco pueden decir al visitante desprevenido unas piedras
sobre una capa de gravilla, o un terreno cubierto de musgo con un grupo de
arbustos. Ante semejantes panoramas su frustración aflora rápidamente. Se
precisa, primero, cierta dosis de humildad; luego, algo de sensibilidad, y para
acabar, solo un poco de información. Las dos primeras cualidades se dan por
supuestas, de la última intenta ocuparse este trabajo: mostrar un lenguaje que
habla de océanos, islas, montañas, lagos, cascadas, grullas y tortugas; un
verdadero idioma de símbolos. Conocer las reglas que permitan descifrarlos
puede ayudar pero, como siempre, lo realmente importante acontece cuando se
olvidan y solo queda el sentimiento. Es en ese momento cuando el placer
estético brota a flor de piel sin cortapisas. Y eso es lo que se puede
experimentar, lo aseguro, al sentarse en el tatami de algún edificio
frente a un jardín japonés. Si, además, se comparte la experiencia con poca
gente, tranquila y silenciosa, el goce está garantizado.
No hay duda que algunos de
los más hermosos jardines de todo el mundo se encuentran en Japón, y no son
pocos. A pesar de guerras, incendios y catástrofes naturales, todavía hoy
pueden verse ejemplos centenarios de casi todos los estilos en la antigua
capital, Kioto. El suelo y clima de esa ciudad aportan todo lo necesario. Las
montañas y ríos vecinos proporcionan piedra y grava, elementos imprescindibles
para su construcción. Sus secos inviernos y veranos lluviosos crean las
condiciones óptimas para el crecimiento de árboles como el ciruelo, el cerezo o
el arce y arbustos como la camelia, la azalea o la glicinia. Finalmente, el
agua nunca escasea.
Pero los jardines japoneses
son mucho más que simple vegetación. En Japón, una simple roca puede ser un
jardín. Las piedras han adquirido en el archipiélago nipón un rango
inimaginable en Occidente. Primero, se convirtieron en símbolos religiosos;
luego, en metáforas de cascadas, montañas, islas y animales, e incluso en
paráfrasis del paraíso. Todo el universo cabe en ellas. Su tamaño, forma,
textura y color son algunas de sus cualidades de las que parten los escultores
para crear su obra. De igual modo, las rocas de los jardines japoneses también
tienen su autor: la propia naturaleza, el artista supremo que con su
imprevisible voluntad es capaz de ofrecernos los más inverosímiles objetos. Ahí
radica gran parte de su capacidad simbólica.
Para acabar, solo deseo
comentar que el lector comprobará que, muy a menudo, se habla de ciertas
características de los edificios. No pocas veces me he tenido que contener en
mis razonamientos para no convertir este trabajo en un texto de arquitectura en
vez de jardinería. El motivo no es otro que la perfecta fusión que existe entre
ambas especialidades en el Japón tradicional. No se puede hablar de una sin
hacerlo de la otra. Si así se hiciera, se renunciaría a la comprensión y
disfrute de esa perfecta comunión espacial y espiritual que se intenta
descubrir con estas líneas.
Pasado, presente y futuro
Pasado, presente y futuro
Pasado
El origen de los jardines
japoneses habría que buscarlo en los espacios cubiertos de guijarros,
generalmente ubicados en zonas boscosas, donde se celebraban ceremonias
dedicadas a divinidades vinculadas con la naturaleza. Con el tiempo, esa forma
de señalar un terreno sagrado fue adoptada en los recintos sintoístas para diferenciar
y deslindar su tabernáculo del mundo profano . Un ejemplo perfecto de ese
planteamiento es el santuario de Ise-jingū.
El arraigo de ese tipo de
espacios sacros es muy anterior a la introducción del budismo en Japón y a la
aparición de su nobleza cortesana, descendiente de las primitivas castas
familiares que dominaron el país hasta el siglo vii.
Debido a ello, el estamento religioso y el mundo de la corte pudieron
aprovechar esas ancestrales costumbres reinterpretándolas para crear sus
propias zonas simbólicas y representativas. El patio del recinto oeste del
templo de Hōryū-ji es una muestra de tales lugares.
En la época Heian se
consolidó un ambiente social que propició la aparición de una refinada
aristocracia que vivía absorta en su mundo y completamente aislada del pueblo.
Precisamente, uno de sus exquisitos pasatiempos era pasear por jardines, muy a
menudo proyectados por los propios cortesanos. En ellos se intentaba representar la
naturaleza construyendo estanques y colinas y distribuyendo piedras y plantas. A finales de ese periodo, el mismo tipo de parque
sirvió como parábola del idílico paraíso budista. Ese es el caso del pabellón del Byōdō-in.
Con la introducción de la
austera orden zen, durante el periodo Kamakura, los monjes tomaron el
relevo de la nobleza en la creación de jardines. Su nuevo enfoque, obviamente menos mundano, cristalizó en la época siguiente con una fuerza
creativa insospechada.
En la era Muromachi, una
élite ilustrada de bonzos zen ideó un tipo de espacio en el que piedras
y arena se convertían en los verdaderos protagonistas de su ambiente. Sus
composiciones ofrecían imágenes abstractas, utilizando rocas, gravilla y unos pocos
arbustos, que muchas veces se interpretaban como paisajes con montañas, ríos y
lagos. Fue en esos años cuando surgió
Ryōan-ji, paradigma indiscutido de los jardines secos.
Durante el periodo Momoyama,
nació un gusto por la magnificencia y lo pomposo desconocido hasta entonces en
Japón. Los palacios, repletos de puertas, paredes y biombos dorados, se
rodeaban de parques igualmente grandilocuentes. La abundancia de elementos
empleados y la exageración en la forma de usarlos daban como resultado
complejas y, a veces, casi barrocas composiciones de rocas y arbustos. Nijō-jō es un claro exponente de ese ambiente de lujo
y extravagancia. Como contrapartida y casi simultáneamente, apareció el pequeño
y modesto jardín de té, un recoleto escenario que intentaba contrarrestar esos
excesos de boato y excentricidad.
Con el inicio de la época Edo
en 1603 y el final de las guerras civiles, la paz permitió que las artes
vivieran un periodo de esplendor en todo el país. Durante la nueva era y lejos
del poder central, los señores feudales construyeron gigantescos parques por
los que gustaban pasear contemplando el paso de las estaciones. Como ejemplo de
esta tipología se podría mencionar a
Ritsurin-kōen.
Sin embargo, al margen de esa
reducida élite, estaba naciendo una moderna clase urbana, emprendedora y
hedonista, que encontraba en las xilografías polícromas y en el teatro kabuki un tipo de
entretenimiento más interesante y festivo que el de las clases dominantes. A
pesar de su incipiente pujanza económica, la estrechez de los solares en las
ciudades, donde esos dinámicos comerciantes edificaban sus residencias, no
permitía rodearlas con amplios espacios para construir colinas y lagos. No
obstante, esa limitación no les hizo renunciar a todo lo que podía ofrecer una
zona ajardinada, aunque fuera minúscula, en contacto íntimo con la vivienda. La
solución fue, simplemente, aprovechar los patios interiores y zaguanes de los
inmuebles. En esos reducidos ambientes, generalmente umbríos y frescos en
verano, los artesanos jardineros continuaron desarrollando un oficio que a lo largo
de los siglos no habían dejado de perfeccionar y depurar en templos y
mansiones. En el fondo, el concepto no era nuevo porque durante el periodo Heian,
entre los pasillos y pabellones de los palacios, ya había espacios semejantes.
Cuando Japón entró en contacto directo con Occidente, en la segunda
mitad del siglo xix, ya se estaba
padeciendo un estancamiento creativo en las artes. La repetición de fórmulas ya
agotadas había conducido a un callejón sin salida en todas ellas. En las
décadas previas y posteriores al cambio de centuria, con la explosión de la
euforia modernizadora se produjo un doble efecto. Por un lado, se arrinconaron
las tradiciones milenarias, a las que se tildaba de obsoletas; por otro, se
logró superar la crisis mediante el vehemente aprendizaje de todo lo
occidental. Lamentablemente, la única excepción fue la jardinería, una
especialidad que no consiguió adaptarse a los nuevos tiempos ni integrarse en
ese ímpetu renovador. Pocos jardines construidos durante esos años podían
competir en calidad con los de épocas anteriores. Quizás solo los de Murin-an o
Heian-jingū.
A principios de la década de
los treinta del siglo xx, estalló
en Japón un virulento expansionismo militar que se había estado incubando desde
inicios de la centuria. Todo ese decenio se convirtió en un camino hacia lo
imposible que desembocó en la fatídica contienda mundial y, tras la derrota, en
una lenta y dolorosa recuperación que duró más de diez años. Durante el
lapso que discurre desde el inicio de la centuria hasta 1945, solo puede
mencionarse la construcción de un gran jardín: el musculoso ejercicio de
Shigemori en el recinto de Tōfuku-ji, una regia flor en el desierto.
A finales de los cincuenta,
después de haber estudiado la cultura y arte occidentales, los japoneses
volvían a dirigir la vista hacia sus tradiciones más valiosas. El resultado no
se hizo esperar y en los foros internacionales comenzaron a aparecer, en todos
los campos, innovadoras propuestas provenientes del País del Sol Naciente. En
concreto, los arquitectos asombraron al mundo con sus imaginativos y
vanguardistas proyectos que, además, tenían un inconfundible aroma nipón.
Fueron precisamente ellos los que, en un principio, parecían llevar las riendas
del cambio que necesitaba la jardinería de Japón. Luego, abierto ya el camino,
regresaron a escena los especialistas.
Fue en la sede del Gobierno de
la prefectura de Kagawa donde, en 1958, Tange Kenzō empleó por primera vez en un jardín grandes rocas
desbastadas en las que aparecía claramente la huella del hombre, o mejor dicho
de la máquina. Nunca antes se habían visto piedras con aristas tan cortantes,
casi hirientes. Otro hito fundamental se produjo en 1964, cuando Shigemori
utilizó gravas de diferentes colores en
Ryōgin-an, un templo asociado al monasterio de Tōfuku-ji en Kioto. Se superaba con
ello el tradicional monocromatismo de los jardines secos y su asociación con
las pinturas de tinta china. Con ambos personajes se reafirmaba y consolidaba
la figura del artista que idea y proyecta su obra, y se superaba la borrosa
imagen del artesano, experto en su construcción pero anónimo. Con ese cambio se
pretendía que se reconociese la función del autor, se considerara la
independencia de su labor artística respecto de la técnica y se diferenciara su
trabajo intelectual de la ejecución práctica.
A partir de esas fechas, muchos arquitectos comenzaron a colaborar con
los especialistas en la creación de los jardines de sus edificios. El concepto,
elección y organización de los elementos eran de su incumbencia, pero la
plasmación, ejecución y control caían en manos de los expertos artesanos, eso
sí, siempre de una cualificación excepcional.
Presente
La tipología tradicional del jardín seco es quizás la que mejor se ha
adaptado a la modernidad y a los más radicales planteamientos. Muchos son los
ejemplos. En 1991, Masuno Shunmyō utiliza en la Embajada de Canadá en Tokio hirientes rocas que rememoran
los glaciares del país norteamericano. En 1995, Kanō Tomohiro emplea, en vez de piedras, bloques de cristal macizo para la Casa agua-vidrio
en Atami. En 1996, Watanabe Makoto Sei instala en el Museo K. de Tokio un sofisticado sistema de mástiles de fibra de
carbono, con diodos en sus extremos, que se balancean con el viento. En el
2000, Kuma Kengō finaliza el Museo de la piedra en Tochigi, donde, con una delgada lámina de
agua y pasarelas en zigzag que conducen a sus salas, crea un paisaje irreal que
rememora los empedrados y pabellones de los jardines de paseo clásicos. En
todos esos ejemplos, a pesar de las innovaciones, se ha mantenido un sutil pero
efectivo contacto con los principios de la jardinería clásica, siempre
dispuestos a nutrir las ideas de los creadores imaginativos.
A principios del tercer milenio, los nuevos materiales, los
sorprendentes sistemas de iluminación y la informática ya forman parte del
vocabulario cotidiano que utilizan los jóvenes maestros. Son «instrumentos»
inéditos que entonan una «música» sorprendente. La piedra quebrada y
desbastada, que rompe radicalmente con la tradición, es uno de ellos, aunque
nacido hace ya media centuria. Pero también lo son el vidrio, los plásticos, el
acero inoxidable, la fibra de carbono y los leds.
Sin embargo, los modernos jardines japoneses, a pesar de la aparente
desconexión de su milenaria herencia, siempre exhiben una singular presencia,
una sensibilidad característica y un aroma inconfundible. Las propuestas
niponas revelan un espíritu creador capaz de lo más innovador aunque utilice un
lenguaje tradicional y también de lo más tradicional a pesar de emplear uno
innovador. Porque un jardín en Japón, por pequeño, moderno o abstracto que sea,
nunca deja de evocar y festejar a la propia naturaleza, única y eterna fuente
inspiradora.
Futuro
Esas son las constantes que con toda seguridad se mantendrán en el
futuro. Son como los cimientos de una catedral comenzada hace milenios pero aún
inacabada. Tienen la suficiente consistencia para soportar tecnologías y
materiales aún desconocidos, porque así lo han demostrado a lo largo de siglos
de continuos cambios. No condicionarán el porvenir, sino que lo sustentarán sin
coartar las, hoy, inimaginables ideas que nacerán de los nuevos tiempos y
creadores. Los jardines japoneses del futuro seguirán siendo inconfundibles,
singulares y, sobre todo, fuente inagotable de uno de los placeres más
refinados y sencillos de este mundo: disfrutar de la simple contemplación de su
paisaje. Un paisaje ciertamente artificial, sí, pero que siempre intentará
rememorar la esencia de nuestro entorno, la de una naturaleza que parece cada
día más lejana. Esa seguirá siendo la función de todo jardín en el País del Sol
Naciente: acercarnos al universo, integrarnos mentalmente en él. Una
experiencia que nos aproximará a la práctica diaria del monje zen, la
misma que realizaron sus antecesores, los creadores de una de las formas de
arte más singulares y depuradas que continúa siendo admirada en el resto del
mundo.