La pintura japonesa de estilo occidental en
el periodo Taishō, Kishida Ryūsei
En los anteriores artículos
comenté muy por encima el drástico cambio político y social que se produjo en
Japón durante la segunda mitad del siglo XIX, así como la obra de artistas pioneros
que se dedicaron a la pintura al óleo, una técnica prácticamente desconocida en
el archipiélago nipón hasta esos años.
Tras aquellos tanteos iniciales, una segunda generación
de pintores japoneses descubrió los innovadores movimientos artísticos que iban
surgiendo durante los comienzos de la nueva centuria en Europa. Me estoy
refiriendo al fauvismo, el cubismo, la abstracción o el dadaísmo. Eso ocurrió durante la
segunda y tercera décadas del siglo XX.
Pues bien, en este artículo hablaré de los artistas que trabajaron en ese ambiente, todavía más innovador y
rupturista que el que se había respirado en la anterior época Meiji. Vamos a
entrar en el conocido como periodo Taishō.
El
ambiente del periodo Taishō
Tras el
fallecimiento del emperador Meiji, se inició un nuevo periodo histórico,
denominado Taishō y que abarcó de 1912 a 1926. Centrándonos en los aspectos
culturales, durante ese corto lapso de tiempo se extendió por las grandes
ciudades de Japón una fiebre modernizadora entusiasta e imparable.
En la
década de los veinte, no resultaba extraño ver en locales y cafeterías de Tokio a jóvenes con pantalones de pata de
elefante y largas cabelleras escuchar ensimismados los primeros gramófonos
donde sonaba música de jazz, o a muchachas de cabello corto fumar
indolentemente al tiempo que saboreaban algún cóctel. En la ilustración
siguiente vemos a una de esas chicas modernas de la época, las denominadas moga, vocablo nipón creado a partir de
la expresión inglesa moderl girl.
Kobayakawa Kiyoshi: Alegre, de la serie Estilos de maquillaje moderno,
1930, xilografía,
43x27 cm. Foto: Wikimedia Commons.
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Como
consecuencia del incesante incremento de emigrantes procedentes de núcleos
rurales, las grandes ciudades de Osaka y Tokio crecieron de manera imparable.
Sin embargo, en 1923, un terremoto asoló la capital. En pocos minutos desaparecieron
dos terceras partes de sus edificios y fallecieron más de 140.000 personas.
Pero una vez más, la gran urbe desplegó toda su energía, y con gran decisión y
celeridad se construyeron los nuevos cimientos de la futura metrópolis.
La pintura del periodo Taishō
En lo
que respecta a la pintura, los cambios no fueron ni menores ni menos radicales
que los sociales. En concreto, el dadaísmo se puso de moda siguiendo la estela
desenfadada y hedonista de Berlín, la inquieta capital germana. Pero no
adelantemos acontecimientos.
En esta
serie de artículos, voy a intentar exponer de manera lo más clara posible la
vorágine artística de la época, aunque acepto que se trata de una misión
imposible.
A
principio del periodo Taishō, los artistas que regresaban a Japón después de
haber residido en Europa varios años, sacudieron los cimientos de las
tendencias pictóricas occidentales recién introducidas en su país. En ese momento, eran
el fauvismo, el cubismo, el futurismo o el expresionismo los movimientos que estudiaban
e intentaban imponer en el panorama nipón, siempre ávido de recuperar el tiempo
perdido. La distancia entre las vanguardias europeas y japonesas se iba reduciendo
claramente.
Lo que
se respiraba en esa segunda década del siglo XX, no era más que el preludio de
los movimientos verdaderamente radicales y vanguardistas que proliferarán en
los años veinte. Pero vayamos por partes y veamos antes la obra de otros
artistas no tan rompedores.
Kishida
Ryūsei (1891-1929)
Kishida Ryūsei quizás sea
el pintor del siglo XX más valorado en el mercado japonés. Desde muy pronto, Kishida estuvo influenciado por los impresionistas y
postimpresionistas franceses, a los que estudió “a distancia” copiando de forma
autodidacta reproducciones que encontraba en el estudio de Kuroda Seiki, donde había entrado a trabajar en 1908.
Como ejemplos de ese fase inicial de su carrera
citaría su primer autorretrato, el de Bernard Leach (del quien hablé en uno de mis artículos sobre cerámica) y, sobre todo, su célebre Zanja en la colina que se muestra en
la ilustración siguiente.
Kishida
Ryūsei: Zanja en la colina, 1915, óleo sobre tela,
53x53 cm.
Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio. Foto: Wikimedia Commons.
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Se trata de una obra de atrevido encuadre y en la
que el protagonista de la composición es un polvoriento camino erosionado por
surcos producidos por el agua. Una sólida valla de tono blancuzco contrasta con
los dos colores dominantes, el azul del cielo y el ocre del terreno,
una vereda que no podemos saber a dónde conduce.
Sin embargo, Kishida se encontró muy pronto incómodo
con el empleo que hacía de unos avances pictóricos que se debían precisamente a
una tradición, la europea, no solo muy alejada de la suya, sino de la que no se
sentía con derecho para extraer beneficios en forma de estilos que supuestamente
rompiesen con ella.
Como consecuencia de tales planteamientos, se exigió
a sí mismo explorar un camino que los artistas de su país no habían recorrido aún,
a diferencia de los europeos. Debía dirigirse hacia las raíces de la
pintura del Viejo Continente. Poco a poco, estudió profundamente, primero, la
obra de Goya, a continuación la de Rembrandt, luego la de Mantegna y sobre todo
la de Durero, quien se convirtió en su paradigma a seguir.
Fruto de esa época es el retrato de 1916 que se
muestra en la ilustración siguiente. En esta obra vemos un personaje representado con un
realismo extremo y sosteniendo una casi escuálida flor en su mano derecha, una pose muy
“dureriana”.
Kishida Ryūsei: Retrato de
Koya Toshio, 1916, óleo sobre tela, 46x34 cm. Museo Nacional de Tokio. Foto: Wikimedia Commons. |
Tras esa etapa, en los años veinte, Kishida abandonó su obsesión realista y volvió su vista hacia el arte oriental y el chino
clásico para estudiarlo profundamente. No obstante, su producción más celebrada
de esa época parece poco deudora de su investigación de la tradición asiática.
Me refiero a la serie de retratos de su hija Reiko que pintó a lo largo de una
década, desde 1918, cuando solo tenía 5 años, hasta la muerte del artista. Uno
de ellos es el de la ilustración siguiente.
Kishida
Ryūsei: Reiko bailando, 1924, óleo
sobre tela, 91x53 cm.
Museo Ōhara de Kurashiki. Foto: Wikimedia Commons.
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Durante sus últimos años, Kishida se vio obligado a
vivir casi recluido en su residencia a causa de la tuberculosis. Hasta su fallecimiento
a los 38 años, su única forma de practicar la pintura fue retratar a su
entregada hija convertida en musa. En sus primeros retratos todavía es palpable
la búsqueda de un cierto realismo y el gusto por contrastar sus suaves facciones
con la textura de sus vestidos. Sin embargo, muy pronto comenzó a alterar las
proporciones de la cabeza, manos y ojos de su modelo, un rasgo que se convirtió
en recurrente en su etapa final.
En el próximo artículo continuaré este recorrido por la
pintura del periodo Taishō hablando de un artista coetáneo de Kishida.
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