En el anterior artículo hablé
del concepto de la indefinición espacial en la arquitectura japonesa y hoy me
gustaría completarlo comentando otras características, sin duda más difusas,
pero no menos importantes, que experimentamos físicamente cuando “entramos” en
un edificio de ambiente japonés clásico.
Tatami en el pabellón
Hiunkaku, 1917, Takamatsu. Foto: Wikimedia Commons.
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Al caminar por las salas de un templo o por las estancias
de una vivienda tradicional de Japón, nos damos cuenta enseguida de que aquella etérea
diferenciación espacial, de la que hablé en el anterior artículo, además de visual
es también táctil. Me explicaré. De todos es sabido que en los interiores japoneses
con tatami no se puede caminar con zapatos
ni zapatillas, sino que se debe andar descalzo, casi siempre con medias, con calcetines
occidentales o con esos patucos japoneses que tienen diferenciado el dedo
pulgar del pie y que se denominan tabi.
Entarimado y tatami. Entre ambos se aprecian las acanaladuras para las guías de las puertas correderas. Foto: J. Vives. |
En todo momento, nuestro tacto nos indica si nos estamos desplazando de una zona a otra. Si caminamos sobre los tatami, sentiremos en la planta de los pies su textura fibrosa y la suave morbidez de su trenzado. Si lo hacemos por la galería abierta, por contraste, apreciaremos la dureza de sus tablas y la ligera textura de las vetas de la madera desgatada por los años.
La veranda o galería exterior, en japonés engawa. Foto: Wikimedia Commons. |
Tras cruzar la estancia, solo nos queda atravesar la última y difusa frontera: la veranda o galería abierta, denominada en japonés engawa. Desde
ese ambiguo espacio en el que nos encontramos, a la vez interior y exterior, “descendemos”
al jardín. Para ello, si deseamos caminar por
sus senderos deberemos usar unas chancletas o zuecos, denominados geta, cuidadosamente colocados en su
sitio.
Zuecos geta
en un jardín de Ninna-ji, Kioto. Foto: blog de Ninna-ji. (ninnaji-wordpress). |
En la fotografía de la izquierda vemos cómo están perfectamente
dispuestos en la primera de las piedras que conducen al jardín. Pero, ¡ojo!, en algunos casos, seguramente como
en este, solo se han colocado ahí para crear una atmósfera adecuada, pues solo se podrá salir si está permitido. Hay que
tener presente que en la mayoría de las viviendas japonesas, tanto tradicionales
como modernas, sus jardines son en realidad pequeños patios pensados para disfrutar
de su vista, pero no para estar o caminar por ellos. Esto último solo es posible en los grandes
parques, los que antaño construían los señores feudales y los que actualmente
se diseñan para corporaciones públicas o privadas.
Los reducidos jardines de las residencias urbanas niponas,
además de ofrecer una agradable visión, sirven para que sus estancias aparenten
ser mayores de lo que son en realidad y para permitir que la brisa estival
penetre en ellas. No obstante, como ya he dicho, solo son accesibles para su
mantenimiento. Es decir, en la mayoría de las viviendas, la última frontera, el
difuso límite que separa el espacio exterior ajardinado del interior habitable es infranqueable.
Siempre que comento esa especial relación entre casa y
jardín, no puedo dejar de acordarme de un haiku de Bashō espléndidamente traducido
por Fernando Rodríguez-Izquierdo en su libro El haiku japonés:
Montañas
y jardín a una
se van
adentrando
hasta
la habitación en verano.
Esa es
la sensación que podemos experimentar si nos sentamos en silencio sobre el
tatami de una sala frente al jardín de alguno de los muchos templos de Kioto.
Lo tradicional en la
arquitectura japonesa y lo moderno en la occidental
La flexibilidad de uso y la comunión entre casa y jardín, conocida
desde muy antiguo en Japón, eran algunas de las obsesiones e ideales de los
arquitectos euroamericanos de la primera mitad del siglo XX. Los pocos de ellos,
especialmente Taut en 1933 y Gropius en 1954, que descubrieron in situ los edificios tradicionales nipones, quedaron maravillados porque lo que estaban buscando, los japoneses lo conocían y lo llevaban utilizando desde hacía varios siglos.
El cambio de uso de las estancias a lo largo del día, la
flexibilidad de los cerramientos, la fluidez espacial entre el interior y el
exterior, los acabados naturales de los materiales, la sencillez del mobiliario,
la ausencia de elementos decorativos innecesarios, todo les resultaba sorprendentemente
moderno y modélico. Un poco más tarde, a finales de los años cincuenta, la
ausencia de muebles en las viviendas de Japón se quiso ver como el paradigma
del minimalismo, vocablo que en Occidente casi se
convirtió en un fetiche de la modernidad.
Minimalismo
Cuando se habla del arte japonés casi siempre acaba apareciendo
el minimalismo, un vocablo que hoy día
se aplica frívolamente a todo, desde la decoración hasta la tan de moda
gastronomía. El concepto minimalista se
hizo célebre a partir del momento en que se propagaron ciertas interpretaciones
superficiales de la frase “menos es más”, atribuida al arquitecto Mies van der
Rohe, aunque parece ser que no fue él quien la empleó por primera vez. Sin
embargo, esa idea no ha sido compartida por muchos artistas. Por ejemplo, el
mediático Frank Gehry, autor del Guggenheim de Bilbao, ha escrito: “menos es
más,… pero aburrido”, sin duda una ocurrente crítica a la obsesión compulsiva de
los apóstoles de esa tendencia.
La insistencia en simplificar y reducir los elementos de una
obra artística a los estrictamente imprescindibles, fue durante siglos una de las constantes
del arte japonés, y no solo de la arquitectura. Desde muy antiguo existió entre
las élites de Japón el convencimiento de que la elegancia más exquisita en
cualquier manifestación se alcanzaba después de haber prescindido de todo
lo accesorio, pomposo o grandilocuente. Sin embargo, una vez más, ese
planteamiento no apareció en Occidente hasta el siglo XX. En concreto, Adolf Loos (1870-1933) escribió su artículo Ornamento y delito en 1908.
La sincera simplificación en la arquitectura y en todo el arte
japonés es algo mucho más profundo que la moda minimalista, popularizada a
partir de los años sesenta de la pasada centuria por América y Europa y que,
curiosamente, también llegó al archipiélago nipón como su propia imagen
deformada por un espejo mal construido.
En Japón, los elementos que integran la composición de una
pintura, de un jardín, de una casa de té, de una representación de teatro nō o de un poema se intentan reducir a
lo imprescindible, a lo estrictamente vital. En todas esas artes
podemos encontrar numerosos ejemplos de ello, y siempre con una idea: no perder
de vista lo verdaderamente esencial.
En el siguiente artículo comentaré
algunos edificios japoneses actuales, para ver si en ellos se manifiestan los
rasgos presentes en la arquitectura clásica que
he comentado hasta hoy a lo largo de esta serie.
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