Ofrezco a continuación el extracto prometido en el anterior artículo de la segunda edición de mi libro El teatro tradicional japonés, publicada por Satori Ediciones en 2024. La primera edición de 2010 se titulaba El teatro japonés y las artes plásticas. En esta nueva edición se ha revisado el texto y corregido algunas erratas, pero no se ha cambiado ni la estructura y ni el contenido del texto inicial. Su índice puede consultarse aquí.
A continuación inserto un extracto de esta segunda edición de El teatro tradicional japonés, de la página 129 a la 139:
Lo visual en el kabuki
Para un occidental, comprender el desarrollo de una función de kabuki es muy difícil si no se tiene a mano una buena traducción con abundantes notas explicativas. Por un lado, sus diálogos resultan crípticos por la lejanía del idioma, por las alusiones culturales, por los juegos de palabras y por la chocante técnica de declamación. Además, la música que lo acompaña casi constantemente no sigue en absoluto los mismos cánones expresivos que la europea, por lo que resulta arduo discernir los diferentes ambientes que sugiere. Por todo eso, para un espectador primerizo, los aspectos plásticos de una representación pueden ser los más fáciles de apreciar y admirar. Lo críptico del discurso, que en principio es una cortapisa para el disfrute de la función, se convierte por una vez en una oportunidad única para centrar la atención en sus elementos formales.
El oficiante de ese espectáculo visual, inundado de un sin
fin de alegorías y alusiones, es sin discusión el actor, quien se transmuta en
un verdadero objeto escultórico adoptando sin ningún recato verista cualquier
recurso o pose igual que un pintor elige un objeto para situarlo en su
composición. Y para conseguirlo utiliza su cuerpo como lo hace un bailarín
occidental, pero, eso sí, envuelto en un kimono. Mientras en Europa el teatro
tradicional es realista e ilusionista y prioriza la idea y la dramaturgia, el kabuki
es simbólico y pictórico y prioriza la belleza y el actor.
Combinando voz, forma, color, diseño, movimiento y gestos precisos, [el intérprete] atrae al espectador a través de los ojos y oídos a dos niveles: el consciente y el inconsciente. Como un determinado personaje en una determinada obra, es un signo. Como un famoso actor representando ese personaje, es su realidad fundamental, en kabuki casi siempre aparente a través de kilos de vestidos, pelucas y maquillaje. Pero, al igual que un verdadero jeroglífico, su extravagante impacto visual o áureo causa en el espectador la impresión de que hay algo más, misterioso, vago quizás, pero significativo, tras lo que es aparente y marcado por las convenciones del papel.[1]
La horizontalidad en el kabuki
Al comentar la evolución de la escena de kabuki a lo largo de los siglos, pudimos constatar que su continuado aumento de tamaño era consecuencia de una persistente búsqueda de lo horizontal. Mientras el proscenio se ampliaba en anchura, apenas lo hacía en altura. En los teatros modernos, la relación entre ambas dimensiones suele ser de tres a uno aproximadamente, similar a la de los biombos tradicionales. Ese hecho confirma la predilección de la cultura japonesa por los formatos apaisados.[2]
Sin embargo, al igual que ocurre con la pintura, lo importante no es la proporción del marco en sí misma. No se trata de un formalismo sin sentido. Lo trascendente es el espíritu que impregna el tema representado y le fuerza a salirse de un encuadre que siempre estima pequeño. Eso sucede en el kabuki. Su boca de escena, a veces de dimensiones supermascópicas, también resulta insuficiente. Pero aquí el huir del cuadro no implica que se pierda de vista al actor, porque para eso está la hanamichi, verdadero altar de los mutis. «Las entradas y salidas por la hanamichi producen una sensación similar a los fundidos cinematográficos. Cuando el actor se mueve hacia la shichi-san la apariencia de su personaje se hace progresivamente más fuerte, mientras que cuando se desplaza más allá de la shichi-san se produce el efecto contrario.»[3]
Esa tendencia hacia lo horizontal tiene en el kabuki una influencia mayor de la que parece a primera vista. El recuadro del espacio escénico no solo enmarca, sino que marca los movimientos de los actores y el ritmo de la obra. Una teórica entrada de un personaje por un lateral hasta situarse en el otro extremo del escenario requiere unos segundos que pueden ser interminables si dramáticamente es exigible. Se genera así un considerable lapso que, además de permitir exhibir la imponente vestimenta del actor, densifica el tiempo de un modo diferente a como lo hacía el nō, pero de forma no menos efectiva.
A pesar de que la profundidad real de la caja escénica en las salas de kabuki suele ser notable, la de sus escenografías es mucho menor. Podría pensarse que eso solo se debe a un motivo técnico, aunque no sea así, porque en su mitad posterior ha de colocarse un segundo decorado que se mostrará en el momento oportuno mediante una rotación de la plataforma giratoria. Al contrario que en los teatros europeos, en los japoneses casi nunca se aprovecha todo su fondo para hacerlo visible.[4] Igual que ocurría en el bunraku, la profundidad de los montajes de kabuki, aproximadamente un tercio de su anchura, quizás parezca puede parecer escasa. Sin embargo, no lo es debido al tipo de escenografía más empleada, la denominada interior-exterior por representar una estancia de un edificio y parte de su jardín. Es decir, las obras se desarrollan en uno o dos ambientes de poca profundidad en relación con su anchura,[5] un espacio casi bidimensional por el que se mueven los actores como en una pantalla de cine panorámica. Esa recurrente búsqueda de la horizontalidad se ve aumentada de manera notable con la hanamichi, gracias a la cual el recorrido de un personaje puede acercarse a los treinta metros en los grandes teatros.
El gusto por los encuadres apaisados, evidente en la pintura, arquitectura y jardinería japonesas, se manifiesta en el kabuki a partir de las características espaciales de su escena. Su enorme anchura y su prolongación en la hanamichi permiten dilatar a voluntad el tiempo dramático, modulando la duración de los desplazamientos de los actores, y posibilitan la creación de una bipolaridad visual desconocida en las salas europeas clásicas. En muchos casos, el público debe dirigir su atención no a un único punto como ocurre en los teatros a la italiana, sino a la hanamichi y al propio escenario frontal, dos espacios que se transforman en polos dramáticos capaces de generar una fuerte tensión entre los personajes. Ese efecto todavía puede acentuarse más en las obras que exigen una segunda hanamichi.[6]
La perspectiva en el kabuki
Los patios-jardín de los edificios tradicionales japoneses tienen una dimensión muy reducida en la mayoría de los casos. Sin embargo, la pericia de sus creadores para que aparenten ser mayores de lo que son en realidad ha quedado suficientemente demostrada a lo largo de la historia. Una prueba de ello es cómo han conseguido que el exterior parezca que penetra en el interior de las residencias o, si se prefiere, que este dé la sensación de prolongarse hacia el jardín. No obstante, en ese fluir existe un límite, una frontera: la valla o quizás las copas de los árboles que aparecen tras ella. Ambos actúan como telones de fondo de la composición de plantas y rocas sin sugerir una expansión hacia el infinito, sino definiendo un entorno accesible y acogedor.[7]
Esa misma concepción espacial que renuncia a simular una profundidad ilimitada se manifiesta también en el kabuki. En primer lugar, con la ausencia de pendiente en su tarima, un recurso este muy utilizado en Europa para forzar la perspectiva y aparentar mayor dimensión que la real, y luego con los decorados.[8] Ya se ha explicado que sus montajes suelen definirse de dos maneras. Representando un espacio único exterior, en cuyo caso se usa un simple bastidor de foro con un paisaje pintado, o empleando una escenografía que reproduce la estancia de un edificio abierta a un jardín. En el primer caso, la función del telón es semejante a la que tienen los árboles que asoman por encima de la valla. En el segundo, se crea un maridaje similar al que se da en la arquitectura japonesa entre una habitación y el espacio exterior.
Mie y pintura
Ya hemos comentado esa peculiar forma nipona de concebir y observar el espacio que otorga más importancia a lo horizontal que a lo vertical y que enfatiza la planeidad frente a la tridimensionalidad. También vimos cómo se materializaba esa tendencia en las artes plásticas. Pudimos descubrir que al enmarcar un jardín con el alero y la galería de un edificio lo que se hacía era convertirlo en una pintura paisajística virtual en la que, gracias a ciertas técnicas compositivas, se amortiguaba la perspectiva.[9]
Esa misma idea de transformar el entorno físico que nos
rodea en un cuadro está presente en el kabuki en uno de sus momentos más
cautivadores: cuando el actor clava una mie manteniéndose inmóvil unos
segundos en una posición fijada por la tradición.[10] Ese instante, además de su innegable valor dramático, tiene una calidad visual
tan potente que convierte la escena en un verdadero retablo semejante a la
estatuaria de personajes célebres o a los enormes lienzos barrocos europeos que
plasman acontecimientos históricos.
No ha habido en las artes plásticas de Japón nada parecido a
la escultura monumental occidental, prolífica en impresionantes imágenes
ecuestres. Ni tampoco algo que recuerde a los grandes óleos o frescos que
retratan multitudinarios eventos, tan frecuentes a partir del Renacimiento.
Frente a esa carencia, los japoneses de los siglos xvii al xix disponían
de las obras de kabuki. En ellas podían ver representadas leyendas,
hechos históricos y dramas cotidianos de una manera y con unos medios que nada
tenían que envidiar a los de sus coetáneas óperas europeas. Pero el kabuki
aportaba un recurso cien por cien teatral que no existía en Europa: retablos
vivientes formados por actores espléndidamente ataviados que posaban inmóviles
durante unos fugaces segundos para fijar en la retina del espectador algunos momentos
decisivos, por supuesto idealizados, de sus más famosas epopeyas. Eran las mie,
un elemento de indiscutible valor estético que transmutaba los cuadros álgidos
de la obra en verdaderos conjuntos escultóricos.
Veamos un poco las características de esta espléndida técnica
teatral. La plasticidad de una mie, clavada
siempre como remate de un clímax dramático, se subraya mediante el sonido
seco producido al golpear alternativamente dos bloques contra una base de
madera situada en la tarima del escenario.[11] Esas poses, cuya ejecución está fijada por una tradición consolidada a lo largo
de los siglos por célebres sagas de artistas, pueden ser realizadas por uno,
dos, tres o más actores.[12] El o los intérpretes se convierten durante unos segundos en una verdadera
escultura que, muchas veces, refuerza su valor visual gracias a un suntuoso
vestuario, manipulado en ocasiones por un ayudante para resaltar el efecto
plástico. Esos instantes han quedado inmortalizados en innumerables grabados de
la época Edo en los que el
pintor de turno no se limitaba a retratar al actor cuando clavaba la pose, sino
que incluía los pertinentes rótulos con su nombre artístico, el del personaje
que encarnaba y el título de la obra.
Las mie tienen diferentes denominaciones según la postura adoptada. Las más contundentes y enérgicas son las realizadas por los personajes masculinos. Los femeninos suelen ejecutar otro tipo de ademanes más sutiles.[13] Una de las clásicas sigue el siguiente patrón. El actor levanta la mano derecha por encima de su cabeza extendiendo los dedos. El brazo izquierdo lo dobla llevando el puño delante de su pecho. En ese momento extiende al frente la derecha golpeando el entarimado con el pie al mismo tiempo que con la cabeza describe un movimiento circular que acaba con un pequeño golpe al aire de su barbilla y una mirada con los ojos cruzados.[14] Esa posición recuerda el gesto de alguien enojado antes de lanzar un pedrusco y por eso se denomina «del tiro de piedra».[15]
Existen poses realizadas por tres intérpretes simultáneamente durante un enfrentamiento dialéctico o un instante de especial tensión. Se conocen como «mie cielo-tierra-hombre» por cuanto crean una composición situando sus cuerpos en la zona alta, baja y media de ese verdadero grupo escultórico. La que ejecutan solo dos actores se denomina «cielo-tierra».[16]
Algunas obras finalizan con un multitudinario retablo en el que intervienen todos los personajes principales. Cada uno de ellos, incluso los femeninos, clava su mie situándose a lo largo del amplio escenario mientras se cierra la cortina y suenan los golpes de los bloques de madera.
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