El movimiento mingei en la cerámica japonesa, primera parte
Como dije la semana pasada,
voy a presentar muy brevemente lo que se conoce como cerámica mingei y las obras de algunos de los creadores
del siglo XX, relacionados con ese estilo, que ya se consideran verdaderos clásicos.
Tras un
lapso de unos cien años, durante los cuales la porcelana japonesa perdió
mercado frente a la mucho más barata china, a partir del año 1850, la cerámica nipona se volvió a
poner de moda en Europa y, esta vez también, en América. Fue
la época de las primeras exposiciones universales, unos eventos que ayudaron
mucho a conocer el arte de Japón en Occidente.
Todo lo
japonés e incluso cualquier objeto que tuviera “aires nipones”, aunque hubiese
sido fabricado en Europa o América, se puso de moda. El fenómeno del japonismo
se extendió por Occidente contagiando a todas las especialidades, ya fuesen
pintura, arquitectura, decoración, cerámica, mobiliario, joyería o moda. Cerezos, puentes curvos, lotos, kimono,
abanicos y, cómo no, el Fuji eran iconos imprescindibles en todo objeto que
pretendiera ser japonés para un euro-americano.
No
trataré aquí el tema del japonismo o la influencia de la cultura y estética
niponas en las artes occidentales, pero resulta muy interesante observar cómo
grandes artistas europeos se dedicaron a estudiar, analizar e incluso copiar
unos modelos japoneses, fundamentalmente pictóricos, que les resultaban
sorprendentes y sobre todo innovadores.
En el
fondo no era más que la tradicional forma de aprender copiando, una práctica
muy corriente en escuelas y estudios que no debe ser interpretada como un demérito.
Si los renacentistas copiaban paradigmas romanos y griegos, ¿por qué los
pintores franceses de finales del XIX, no podían hacer lo mismo con los japoneses para huir del
academicismo y encontrar nuevos enfoques?
La cerámica mingei
Pero
volvamos a la cerámica. Hacia 1925, ante lo que se consideraba el peligro de la
industrialización importada de Occidente, con sus productos fríos y monótonos,
apareció en Japón una corriente de pensamiento que intentaba recuperar y revalorizar
los valores de la cerámica popular; la que creaba el artesano tradicional, un
artista anónimo, sin pretensiones de notoriedad y que no recurría a la ayuda de
la máquina. Era el denominado movimiento mingei.
Esa tendencia, que se consolidó en la posguerra, no solo se refería al campo de
la cerámica, sino también a especialidades como la fabricación de objetos de
metal, laca, bambú o cualquier otro material como, por ejemplo, los textiles.
Cuenco, s. XIX, loza, 49 cm. Museo de Arte Popular de Tokio. Foto en Michael Dunn: Inspired Design. Japan's Traditional Arts. 5 Continents, 2005. |
En los años 50 y 60 del siglo XX, los promotores del movimiento mingei de apreciación de las artesanías populares obtuvieron un gran reconocimiento internacional, primero en América y luego en Europa. De ellos hablaré enseguida.
Hay que
insistir en que el movimiento mingei
no estuvo limitado a la cerámica, sino que incluía todo tipo de actividades
creativas que nosotros en Occidente solemos calificar como artesanías o artes
decorativas, es decir, un sinfín de productos que pueden ir desde una prenda de
vestir, pasando por un florero, hasta cualquier otro objeto funcional como un
simple cucharón. Si estaba fabricado de manera artesanal merecía el
calificativo de mingei.
Voy a
comentar ya, aunque sea muy por encima, la obra de los promotores de ese
movimiento.
Tomimoto Kenkichi
(1886-1963)
Tomimoto Kenkichi fue uno de los impulsores de la revalorización
de la labor del artesano en el siglo XX frente al empuje de la producción
industrial. Tras residir dos años en Inglaterra, donde conoció los
postulados del movimiento Arts and Crafts, cuando regresó a Japón en 1910 se
dedicó a la docencia, transmitiendo a sus alumnos la idea de que un artesano
podía ser un artista. También publicó varios trabajos sobre William Morris
(1834-1896), el promotor junto con John Ruskin (1819-1900) del mencionado Arts
and Crafts.
Como
miembro del movimiento mingei,
Tomimoto mantenía que los objetos de uso cotidiano debían de ser también
bellos. Sin embargo, su concepto de la creatividad del
individuo y su rechazo de la idea de autor anónimo, tan característicos de las
artesanías tradicionales, con los años, le fueron alejando del grupo.
Su ingente
obra se convirtió en una de las más refinadas e influyentes de todo el siglo XX. Su intención era hacer posible que la producción en
masa de objetos de uso diario, eso sí, diseñados por un artista, convirtiese en
realidad la idea de que cualquier persona, independientemente de su poder económico,
debía poder tener en su hogar enseres que además de útiles fuesen bellos.
En la fotografía siguiente se muestra un plato de Tomimoto cuya
ornamentación consta de un centro con un sencillo paisaje en azul y un elegante
anillo creado con flores de cuatro pétalos de tono rojizo sobre los que
destacan sus estambres dorados. Tanto el diseño como el tratamiento de esas
flores, por un lado, se alejan de la manera cómo se representan tradicionalmente en la
cerámica japonesa y, por otro, logran convertirlas en un verdadero esquema geométrico que
visualmente parece un uniforme y áureo estrellado. Piezas como esta justifican
que se considere a Tomimoto uno de los ceramistas más importantes de la
historia de Japón.
Tomimoto Kenkichi: plato,
1959, porcelana, 39 cm. Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio. Foto en Yakimono. 4000 Years of Japanese Ceramics. Honolulu Academy of Arts, 2005. |
Los diseños y formas que empleaba Tomimoto eran muy
personales y originales. En muchos de sus motivos utilizaba flores o plantas,
como tréboles o helechos, que transformaba en una verdadera trama abstracta
debido a su metódica reiteración a modo de matriz. Ese es el caso de la vasija
de porcelana que aparece en la fotografía siguiente, donde la alternancia del
oro y el granate recuerda un poco a la cerámica de Kutani que comenté en el artículo anterior.
Tomimoto Kenkichi: vasija, 1960, porcelana, 23x27 cm. Museo Nacional de Arte Moderno de Kioto. Foto en Christine Shimizu: Tōji. La porcelaine japonaise. Massin, 2002. |
La lujosa sencillez era uno de los rasgos de toda la
producción de Tomimoto, un artista que empleó como nadie los motivos
ornamentales, fuesen abstractos, como en el último caso, o figurativos, como en
la primera pieza comentada; pero sin caer nunca en lo sobrecargado o en lo
ostentoso, a pesar de que casi siempre cubría toda la superficie de porcelana
con ellos.
Hamada Shōji
(1894-1978)
Hamada
Shōji, otro de los fundadores del movimiento mingei, sigue siendo hoy día uno de los ceramistas japoneses más
conocidos en Occidente, sobre todo debido a su amistad con Bernard Leach (1887-1979),
quien le invitó a que pasara una temporada en su taller de Saint Ives, una
población del sudoeste de Inglaterra en Cornualles. Durante su estancia allí,
entre 1920 y 1923, Hamada le ayudó a construir un horno escalonado como los
japoneses, en el que ambos crearon piezas de estilo popular inglés y nipón.
Cuando Hamada regresó a su país en 1924, fijó su residencia en Mashiko, una pequeña
población de la prefectura de Tochigi donde residió y trabajó el resto de su
vida.
A partir de 1952, Hamada y Leach se convirtieron en verdaderos
embajadores de la cerámica japonesa, dando cursos y conferencias por Estados
Unidos. A diferencia de Tomimoto, quien como ya he comentado no renunciaba al
reconocimiento de la autoría del ceramista, Hamada consideraba que no era tanto
el autor de sus obras, como el simple integrante de una comunidad alfarera con sus
mismas inquietudes.
La polémica sobre si en las cerámicas, o cualquier otro
objeto “artesanal”, debe aparecer de forma visible el nombre de su creador, es muy interesante. Tomimoto se apartó del movimiento mingei precisamente por negarse a no firmar sus obras. En cambio,
Hamada no quiso nunca hacerlo, algo que cuadraba con su idea de lo que debía ser una pieza artesanal. Sin embargo, sí ponía su sello en las cajas donde se guardaban
sus cerámicas, algo que parece contradecir su principio del anonimato
artesanal. ¡Qué le vamos a hacer, nadie es perfecto!
Pero volvamos a lo que nos ocupa. La obra de Hamada
resultaba muy atrayente para las vanguardias pictóricas americanas de los
cincuenta y sesenta debido a las decoraciones de sus piezas, generalmente
basadas en intuitivos trazos y manchas que parecían fortuitas.
Hamada Shōji: botella,
años 1960, 25 cm. Colección privada. Foto en Samuel Lurie y Beatrice L. Chang: Contemporary Japanese Ceramics. Fired with Pasión. Eagle, 2006. |
La botella de la fotografía anterior es un ejemplo de la
espontaneidad del trazo de Hamada, fruto de los años que dedicó a la
caligrafía. Su maestría en esa milenaria especialidad le permitió crear piezas muy del gusto de pintores como el americano Sam Francis (1923-1994) quien, durante sus estancias en Japón, utilizó su
fresco estilo para decorar objetos cerámicos con un espíritu similar.
Una técnica que a Hamada le gustaba emplear consistía en
dejar caer el esmalte sobre la superficie de un recipiente para posteriormente moverlo adecuadamente, sin usar el pincel, y crear así una mancha de aspecto totalmente
aleatorio. Ese procedimiento se denomina nagashigake y es el que utilizó en el plato de la
fotografía siguiente.
Hamada Shōji: plato,
1962, 51 cm. Museo Nacional de Arte
Moderno de Tokio. Foto en Yakimono. 4000 Years of Japanese Ceramics. Honolulu Academy of Arts, 2005. |
Para no hacer demasiado largo este artículo, voy a quedarme
aquí y dejar para el próximo martes el hablar de
otros artistas relacionados con el movimiento mingei. Así pues, hasta entonces.
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