martes, 7 de octubre de 2025

Curso de arte japonés, art. 35º. Escultura, IV

Hace dos semanas di por finalizado el apartado dedicado a la escultura budista y dije que hoy empezaría uno diferente. Pues bien, esa diferencia radica en el hecho de que la escuela zen se consolidó como una de las más influyentes, si no la que más, en el arte japonés. En el periodo Muromachi (1333-1573), las órdenes budistas “tradicionales” encontraron en las congregaciones zen unos planteamientos que en muchos sentidos divergían de los ortodoxos. Uno de ellos era el rechazo a las imágenes de divinidades.

La escultura del siglo XIV al XIX

El budismo zen

La influencia del zen en cultura japonesa no tiene parangón. No es tanto la preponderancia que sus creencias religiosas hayan podido tener en el pensamiento social cuanto el haber planteado nuevos criterios de partida en muchas de las manifestaciones artísticas niponas.

Simplificando mucho, el zen no se apoyaba en ningún texto sagrado y huía del culto a las imágenes. Sus adeptos confiaban en su propia capacidad mental para alcanzar la liberación y se apoyaban más en la experiencia que en el estudio. La simplicidad de vida, la autodisciplina y la meditación eran las bases de sus prácticas. 

A partir del siglo XIV, el zen alcanzó una gran popularidad sobre todo entre el estamento militar y los señores feudales. Con los años, su incidencia en la sociedad y cultura japonesas fue incuestionable. Muchos de los grandes maestros de la ceremonia de té, de la jardinería, de la caligrafía y de la pintura fueron monjes zen.

Como consecuencia del declinar del budismo tradicional y el auge del zen, durante la era Muromachi, la escultura perdió toda la pujanza que había disfrutado en épocas anteriores. El florecimiento del zen propició el abandono de la talla de imágenes de divinidades, a las que esa orden no profesaba ningún tipo de veneración, y se orientó hacia una poco intensiva actividad de retratos de personajes o monjes célebres. 

Imagen de Ikkyū Sōjun, madera lacada y policromada, s. XIX. Daitoku-ji. Kioto.
Foto: Gregory P. A. Levine: Daitokuji.
The Visual Cultures of a Zen Monastery.
Seattle: University of Washington Press, 2005.

La ilustración anterior y la siguiente son de sendas esculturas de dos monjes zen que han pasado a la historia. Ikkyū Sōjun (1394-1481) fue un bonzo cuyos puntos de vista chocaban no solo contra los tradicionales del budismo en general, sino incluso con los de sus correligionarios zen. A pesar de ser un bebedor empedernido, iconoclasta (estaba en contra del celibato) y alborotador de mentes bien pensantes (llegó a abandonar su templo durante años para convertirse en un vagabundo mendicante), cuando Daitoku-ji, su antiguo templo, quedó reducido a cenizas con las guerras Ōnin (1467-1477) se le nombró abad, cargo que asumió de mal grado. Ikkyū ha pasado a la historia como un personaje contradictorio y un gran artista de la caligrafía y la pintura con tinta china

Por su parte, Sen no Rykyū (1552-1591) fue uno de los personajes que más influencia ha ejercido en la ceremonia de té. Estudió zen en el monasterio de Daitoku-ji, aunque no se ordenó como monje, pues se casó a los 21 años. Su relación con Toyotomi Hideyoshi (1537-1598), de quien fue maestro de té e incluso confidente, acabó cuando este le pidió que se suicidara con el rito del seppuku. No se conoce con certeza el motivo de esa orden a pesar de que existen muchas teorías al respecto.

Imagen de Sen no Rykyū (1552-1591), madera lacada y policromada
con pelo natural, s. XV. 
Daitoku-ji. Kioto.
Foto: Gregory P. A. Levine: Daitokuji. The Visual Cultures of
a Zen Monastery
Seattle: University of Washington Press, 2005.

Como ejemplo de personajes esculpidos en madera pueden citarse Ashikaga Yoshimitsu y Ashikaga Yoshimasa, cuyas esculturas se custodiaban respectivamente en los pabellones de Kinkaku-ji y Ginkaku-ji, de los cuales habían sido promotores.

En el aspecto formal, la estatuaria muromachi tenía un tamaño mucho menor que la de periodos anteriores, la madera se decoraba con colores aplicados sobre una capa de laca o enlucido previo y a menudo se incrustaban cristales en los ojos. Sin embargo, nunca alcanzó el nivel de la creada en las épocas Heian y Kamakura.

Con el declinar de la imaginería religiosa, el verdadero progreso de la escultura muromachi se produjo en la talla de máscaras para actores de teatro . Las caretas se esculpían en madera de ciprés japonés y una vez talladas se revestían con varias capas de pintura. Atendiendo a su estructura existían dos tipos de máscaras: las de una sola pieza y las de dos. En estas últimas se insertaban cejas y barba de pelo natural y la mandíbula estaba articulada sujetándola a la parte superior mediante un par de cuerdas.

Máscara de teatro del tipo Okina, madera pintada, 18,0,0x13,7 cm,
entre final del periodo Muromachi e inicio del Edo.
Museo Nacional de Tokio.
Foto: web del museo.

Un aspecto interesante de las máscaras del teatro , exceptuando las de demonios y algunos personajes dolientes como el de la siguiente ilustración, es su aparente falta de expresión.











Dos vistas de una máscara de teatro del tipo Uba, madera pintada, 20,0x13,9 cm, periodo Momoyama, s. XVI. Museo Nacional de Tokio. Fotos: web del museo.

La inexpresión de las máscaras de  recuerda mucho a las caras de las pinturas en las que aparecen personajes envueltos en voluminosos kimono con una cabeza pequeña en la que los ojos, nariz y boca solo se representan con unos diminutos y finos trazos. Su expresión es tan contenida como la de una máscara de . Eso se aprecia en la siguiente ilustración de una pintura del siglo XVIII, cuando los artistas ya empezaban a detallar más los ojos, aunque seguían manteniendo la cara completamente plana, sin sombra ni gradación alguna.

Kaigetsudō Dohan: Mujer hermosa,
tinta y color sobre papel,
pintura: 81,8x33,5 cm; montada: 163,5x51,1 cm,
inicio s. XVIII.
The Metropolitan Museom of Art de Nueva York.
Foto: web del museo.

            

Dos vistas de una máscara de teatro  del tipo Hannya, madera pintada, 20,3x16,4 cm, 
periodo Edo, s. XVII. Museo Nacional de Tokio. Fotos: web del museo.

Puede parecer extraño que la escultura budista, después de alcanzar un altísimo nivel artístico en el periodo Kamakura, desapareciera casi por completo a partir del siglo XIV. En gran parte se debió a la falta de clientes solventes como había tenido hasta entonces. Cuando los templos ya no encargaban imágenes religiosas, la razón de ser de la escultura quedó cuestionada. Al escasear ese tipo de trabajo, muchos creadores se dedicaron a tallar máscaras para el teatro, a esculpir elementos decorativos para los interiores de ciertos edificios y a la labra de netsuke

Los netsuke eran pequeños artilugios de madera, cerámica, marfil o incluso metal empleados para fijar en el cinto del kimono el cordoncito que sujetaba los contenedores de tabaco, monedas o medicinas. Los netsuke conocieron una enorme popularidad en el siglo XVIII y sus autores poseían un notable virtuosismo técnico y una desbordante imaginación.

Netsuke con forma de niños jugando,
marfil y madera, 3,6 cm, periodo Edo, s. XIX.
Museo Nacional de Tokio. Foto: web del museo.

Netsuke con forma de hombre ensartando judías,
marfil, 4,8 cm, periodo Edo, s. XIX.
Museo Nacional de Tokio. Foto: web del museo.













Todo ello provocó que a lo largo de la época Edo no se conociera el nombre de los artistas de esa especialidad, como sí se conocía el de los pintores, quienes a menudo diseñaban las tallas que más tarde ejecutaban artesanos colaboradores.

Con esto voy a dar por concluida esta primera parte dedicada a la escultura clásica para dar un salto temporal enorme que nos llevará a la segunda mitad del siglo XIX. Eso será dentro de dos semanas.