Segunda constante:
naturalidad, I
Después de hablar en el anterior artículo del concepto de subdivisión en la arquitectura japonesa, hoy lo
haré de otro que denominaré naturalidad, cualidad esta entendida como rechazo del enmascaramiento de cualquiera de
los materiales que se empleen en pilares, paredes, puertas, etcétera.
Naturalidad de los acabados
La
arquitectura japonesa tradicional siempre ha tenido muy en cuenta un concepto o
regla: no se deben revestir los elementos o materiales que se utilizan, porque se estaría
ocultando su presencia como actores de la misión que se les ha encomendado y atentando contra su verdadera esencia, su espíritu, al que se le debe un mínimo respecto.
Por
ejemplo, si se ha decidido que las columnas de un edificio han de ser de madera
es porque ese material satisface los requisitos exigidos para su cometido estructural o funcional, amén
de otros que van más allá de esas funciones, como podrían ser su
agradable textura o su buen envejecimiento. Por consiguiente, no tendría ningún
sentido ocultar su labor pintándolas o revistiéndolas para darles otro acabado; es más,
resultaría un insulto a su propia naturaleza.
En la
fotografía siguiente de un pequeño santuario sintoísta, se observa que la madera empleada tanto en pilares como en sus paredes
se ha dejado “tal cual”, sin pintar ni revestir. De esa manera, además de su
capacidad de sostener el edificio o cerrarlo adecuadamente, se hace visible su
“calidad” como material de acabado. Es más, en muchos casos esa madera no se trata en absoluto con barnices ni con
ningún tipo de pintura protectora, es decir, contemplamos el elemento tal cual
es, sin enmascaramientos. Podemos ver su textura, su veteado, incluso apreciar
el suave olor que desprende.
Pequeño
santuario sintoísta en Ise. Foto: Wikimedia Commons.
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Seguro
que más de uno dirá que la madera a la
intemperie, si no se protege con una pintura o barniz, se deteriora
rápidamente. Eso es bien cierto, pero los carpinteros japoneses hace ya muchos
siglos que adquirieron un nivel técnico en su oficio no superado en ningún otro
país. Por un lado, aprendieron a elegir el tipo de madera adecuada al lugar donde se iba a situar, ya fuera interior o exterior. Por
otro, en los tratados de carpintería, entre otras muchas cosas, se indicaba que la pieza
cortada debía colocarse con la misma orientación que tenía cuando estaba en el árbol.
Finalmente, los maestros artesanos proporcionaban a su superficie una tersura sedosa que cerraba sus
poros y hacía innecesario barnizarla. Además, en la arquitectura japonesa, las
cubiertas de los edificios se construían con grandes voladizos que protegían a
sus fachadas y pilares de la lluvia.
Sin embargo, a pesar de todos esos cuidados, es bien cierto que ese tipo de pabellones, como el de la fotografía anterior, a partir de los veinte o treinta años comenzaban a mostrar signos de degradación en sus pilares, un efecto que no hacía más que recordar que todo en este mundo es perecedero. En los edificios sintoístas, ese inconveniente se solventaba reparando los desperfectos o reconstruyéndolos en su totalidad. En otros casos, se idearon recursos técnicos que permitían alargar ese plazo por encima de un siglo y mucho más.
Sin embargo, a pesar de todos esos cuidados, es bien cierto que ese tipo de pabellones, como el de la fotografía anterior, a partir de los veinte o treinta años comenzaban a mostrar signos de degradación en sus pilares, un efecto que no hacía más que recordar que todo en este mundo es perecedero. En los edificios sintoístas, ese inconveniente se solventaba reparando los desperfectos o reconstruyéndolos en su totalidad. En otros casos, se idearon recursos técnicos que permitían alargar ese plazo por encima de un siglo y mucho más.
Es verdad
que en Japón también existió la tradición de pintar de rojo los pilares y vigas
de templos budistas y santuarios sintoístas, por cierto, una costumbre de origen
chino, pero también lo es que a menudo se dejaba que el
tiempo fuera destiñendo poco a poco ese color, y una vez completamente
desvanecido ya no se consideraba necesario reponerlo. Gran parte de los
edificios clásicos japoneses muestra su oscura estructura de madera sin
revestimiento alguno. Es la belleza de lo envejecido, de lo ajado, algo que en Japón se contempla con un cierto toque melancólico, a la vez que nos recuerda que aquí, simplemente, estamos de paso.
El claustro de Yakushi-ji, reconstruido en el s. XX con pilares y vigas de color rojo. Foto: J. Vives. |
La
naturalidad en la arquitectura tradicional de Japón también se hace evidente no
solo en las fachadas, sino en sus interiores. En ellos, casi siempre se
utilizan tonos cálidos y neutros como consecuencia del empleo de materiales sin
revestir ni pintar. Algo muy diferente de lo acostumbrado en la Europa clásica, muy proclive a enlucir, revocar, pintar, revestir o plafonar cualquier
paramento. En las estancias japonesas predomina el color ocre de la madera
joven o el marrón de la envejecida, el crema de los tatami y el terroso de las escasas paredes de argamasa.
La
fotografía siguiente es del interior de una cabaña de té, una tipología
arquitectónica que refleja muy bien muchos de los rasgos que estoy comentando
en esta serie. Obsérvese el aspecto de sus acabados interiores. Obviamente, con
sus casi cuatrocientos años a sus espaldas, no puede ser el mismo que sin duda
tuvo recién construida. Sin embargo, hay que hacer notar que nunca en esos
cuatro siglos de vida se tuvo la tentación de limpiar, bruñir o repintar sus
paredes o pilares. Su aspecto nos recuerda que todas las cosas de este mundo
envejecen, lenta pero inexorablemente y que gracias a ese proceso emanan una belleza que no se encuentra en un objeto recién fabricado.
Atribuido a Kobori Enshū:
casa de té Hassoseki en Nanzen-ji, Kioto, 1628. Foto en Shuichi Kato: Japan, Spirit and Form. Tokio: Tuttle, 1994. |
El zen
Mucho
se ha escrito sobre que ese ensimismamiento ante lo viejo o lo vetusto nació
con el zen. Sin embargo, pienso que nosotros,
los occidentales, estamos más obsesionados con esa orden budista que los
propios japoneses. Todo lo que nos resulta singular o específico del entorno
nipón lo justificamos como fruto de la influencia del zen. Algo que, en mi opinión, no siempre es cierto, pues existen
otros factores que, sin tener nada que ver con esa escuela budista, también
colaboraron en la gestación de ese gusto.
El
pueblo nipón no es el único que aprecia las
cosas envejecidas. En Italia, por ejemplo, se considera que lo antiguo tiene
pedigrí por deteriorado que esté, una actitud nacida del ingente y altísimo
nivel de su patrimonio monumental. El caso de Venecia es paradigmático. Y lo
mismo sucede en otras regiones del país transalpino, donde lo normal es que un
fresco con más de cien años de antigüedad se mantenga como valioso testimonio
del pasado, aunque apenas pueda verse.
Ciertamente,
Japón, como Italia, no tiene reparos en extasiarse con los gestos más
vanguardistas, sea en arquitectura o en otras artes, pero eso no impide que en
ambos países se tenga un gran aprecio por lo antiguo, aunque esté avejentado, o
quizás aún más si lo está.
Mucho
antes de que llegara el zen al
archipiélago nipón, no se pintaba la madera de los edificios y portales de
acceso a los santuarios sintoístas, lo cual permitía apreciar sus vetas, es
decir, la piel del árbol, elemento vivo y natural por excelencia. Muestra de ese
planteamiento son todos los edificios del santuario de Ise-jingū. En la
fotografía anterior se muestra uno de ellos.
Cuando a
finales del siglo XII el zen importado
de China promovió la apreciación de la belleza de lo natural, aunque fuese vetusta,
en el fondo, no era algo totalmente nuevo en la cultura nipona. Ese gusto ya se
daba en el sintoísmo nativo. No voy a negar que el zen haya tenido enorme influencia en todas las artes japonesas, incluida
la arquitectura. Sin embargo, no es del todo cierto que esa orden budista
instaurara unos criterios estéticos basados en la simplicidad o lo natural que fueran desconocidos o ajenos a las tradiciones más ancestrales de Japón. Ese
enfoque vital ya formaba parte de la primitiva religión del país, el sintoísmo, y el zen no hizo más que reafirmarlo y
otorgarle pedigrí intelectual.
En la fotografía
anterior, de 1999, muestra la textura envejecida de la estructura de madera de
un edificio budista que hace siglos se decidió no repintarla. En el año
2000, se inició su rehabilitación total que incluyó el desmontaje completo de su
estructura de madera, el estudio de sus cimientos, el análisis de los restos
arqueológicos y una serie de concienzudos trabajos de investigación. En 2009, después de casi una década de obras, Tōshōdai-ji renació con todo su
esplendor, aunque manteniendo los pilares sin pintar ni barnizar. Un ejemplo
que ratifica lo que estoy comentado hoy aquí.
Para no
hacer demasiado largo este artículo, voy a dejar para dentro de quince días el concluir este apartado sobre la
naturalidad de los acabados en la arquitectura japonesa. Será entonces cuando
comentaré la presencia de ese concepto en los edificios del siglo XX.
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