martes, 8 de febrero de 2022

Japón y el mundo del té, XVII

La ceremonia de té en Japón. La arquitectura, 1

Con en el anterior artículo cerré la primera parte de esta serie dedicada al mundo del té, al chadō. A partir de ahora iré desgranado poco a poco las relaciones, influencias y puntos comunes entre el camino del té y artes como la arquitectura, la jardinería o la cerámica.

La vía del té japonesa podría definirse como un sistema, es decir, un grupo de actividades o especialidades interrelacionadas que emiten flujos de información en todas direcciones y sentidos entre ellas. Son elementos de un conjunto que se necesitan unos a otros. Pido disculpas por esta definición un poco alambicada.

Me explicaré. Sus maestros fundadores (ver el primero de los artículos que les consagré) crearon un protocolo muy meticuloso para que el lugar donde se celebraba el encuentro alrededor de un bol de té cumpliera unos requisitos muy concretos. De algunos de ellos ya he hablado en esta serie; por ejemplo, en la sexta entrada comenté los seis principios de Sen no Rikyū.

Pues bien, esos criterios se aplicaban a todas las artes que participaban de una u otra forma en una ceremonia. La primera era la jardinería, pues el jardín que se atravesaba para llegar a la habitación donde se celebraba el encuentro debía permitir a los participantes olvidarse del mundo exterior, de las preocupaciones y problemas de la vida diaria, ya fueran las de un gobernante, de un soldado, de un monje o de un comerciante.

Por cierto, los comerciantes del área de Sakai, cerca de Osaka, fomentaron y propiciaron el desarrollo de la ceremonia de té más allá de los restringidos círculos de las élites. Gracias a ellos su práctica se extendió poco a poco entre las clases medias.

Pero entremos ya en materia y veamos las relaciones entre la arquitectura en general y la vía del té. Para ello empezaremos por la casa de té.

La arquitectura de la casa de té

La ceremonia de té es el paradigma perfecto del concepto de la impermanencia de todas las cosas de este mundo, una idea muy presente en el budismo. La de casa de té que proponen los maestros la denominamos frecuentemente cabaña debido a su humilde aspecto, muy parecido al de una choza rural con paredes de barro, cubierta de paja y ventanas con rejilla de bambú. Una simple ráfaga de viento parece que la haría volar por los aires. No existe en ella ninguna pretensión de durabilidad. Además, su interior envejecido nunca muestra interés en ocultar el paso del tiempo con renovaciones de sus acabados, como se aprecia en la siguiente ilustración.

Interior de la casa de té Jō-an, c. 1618, actualmente en el jardín Urakuen, Inuyama, prefectura de Aichi. 
Foto de fuente desconocida.

Cuando un occidental no informado contempla por primera vez una cabaña de té suele quedarse perplejo por varios motivos. Primero por su sencillez y carencia de sofisticación, a pesar de que seguramente sabe que los japoneses le atribuyen una notable importancia cultural. Y luego, si consigue ver su minúsculo interior, por la ausencia de nada que, en su opinión, pueda otorgarle cierto valor, como algún acabado noble o pinturas en las paredes. En consecuencia, el resultado de su experiencia suele ser desconcertante, incluso no pocas veces una decepción.

La fotografía siguiente muestra una casa de té de mediados del siglo XVII, reconstruida en 1947 en el jardín del Honkan, el edificio principal del Museo Nacional de Tokio. En su aspecto exterior se aprecia claramente su fragilidad, su renuncia a las pretensiones comunes en la mayoría de los edificios de todo el planeta, siempre construidos para durar años y años. 

La casa de té Rokusō-an, levantada inicialmente en Jigen-in, en el recinto del templo de Kōfuku-ji 
en Nara, mediados s. XVII. Actualmente reconstruida en el jardín del Museo Nacional de Tokio. 
Foto: Wikimedia Commons.

Creo que nadie se extrañaría si dijéramos que la casa de té de la anterior ilustración es la perfecta materialización de la impermanencia. Los pilares que soportan el porche de entrada son pequeños troncos sin descortezar que apenas se diferencian de los árboles de su entorno. La sensación de fragilidad es evidente. Sin embargo, su sencillez no es fruto de la improvisación, sino de una meditada labor durante la fase que nosotros denominamos de proyecto o de diseño. Todos sus detalles, por intrascendentes que nos parezcan, se han estudiado con sumo cuidado.

Del mismo modo que su exterior, los materiales y acabados interiores tampoco parecen elegidos para perdurar, ni mucho menos para impresionar a nadie. Paredes de arcilla sin pintar, techos de caña de bambú o madera sin barnizar, suelo de esteras de paja, ventanas de papel. Difícilmente se puede ser más austero. Los únicos elementos que con muchas reservas podríamos denominar ornamentales se encuentran en el tokonoma: una pintura o quizás una caligrafía, una flor y poco más. Sin embargo, hay que tener presente que la función de estos objetos no es “decorativa”, pues son los responsables de crear la atmósfera que el anfitrión desea para la ocasión. 

Interior de casa de té en Daihō-in, Myōshin-ji, Kioto. Foto: J. Vives.

Ni la pintura ni la flor expuestos en el interior de una cabaña forman parte de la arquitectura. Solo son elementos que conforman el particular universo que propone la vía del té que comenté al principio de este artículo. Ambas siguen los mismos preceptos que la cabaña, uno de ellos la impermanencia; la de la flor, por su propia naturaleza; la de la pintura o caligrafía, por estar relacionadas con la época del año, con el momento que se vive durante la ceremonia.

Si nos fijamos, esa austeridad extrema permite concentrarnos en lo esencial (lo que predica el zen para cualquier actividad), es decir, en la ceremonia propiamente dicha. No existe distracción que nos aleje de lo que acontece durante la elaboración del té. En ese entorno, el valorar un pequeño cuenco cerámico o un minúsculo contenedor laqueado resulta mucho más fácil.

Ese estado mental tan alejado del que tenemos durante nuestra actividad diaria no puede alcanzarse súbitamente. Por ese motivo se creó el jardín que rodea a la cabaña. A pesar de su reducidísima dimensión, que vemos es una constante en el universo del té, los pocos minutos que se pasan en él sirven para esa “desconexión” del mundo exterior. El tema del jardín lo trataré más extensamente en otro artículo. 

Interior de la casa de té Fushin-an en la escuela Omotesenke de Kioto. 
Foto de la web de la escuela Omotesenke.

Lo que me interesa remarcar aquí es que ese entorno permite centrarnos en las cualidades de los objetos que se utilizan en la ceremonia, de los que ya he hablado en otras entradas. Todos se han elegido por su modestia, utilidad y belleza natural, nunca añadida. En otro artículo hablaré de la irregularidad de la cerámica como reflejo de esa “impermanencia”. Será dentro de algunas semanas. Centrémonos ahora en la arquitectura.

La iluminación en las casas de té

Un aspecto que se tenía en cuenta al diseñar una casa de té era su iluminación natural. Las ceremonias completas (ver el artículo X) duraban unas tres o cuatro horas y solían comenzar por la mañana o mediodía y finalizar ya bien entrada la tarde. Por ese motivo, las aberturas de mayor tamaño se orientaban al oeste, para que los rayos del sol al atardecer se proyectaran sobre los tatami de los invitados, pero no en el del anfitrión. Por otro lado, el papel de esas ventanas difuminaba la luz y evitaba que se produjeran fuertes reflejos o excesivos contrastes lumínicos.

Debido a la duración de una ceremonia completa, el cambio de las condiciones lumínicas en el interior de una casa de té era muy marcado. Eso se aprovechaba para que la segunda parte del encuentro quedara perfectamente diferenciada de la primera y así los invitados experimentaran el paso del tiempo.

Pero en contrapartida, especialmente al final de la primavera y verano, durante la segunda parte de la ceremonia, el interior podía quedar casi igual de iluminado que en la primera, aunque de manera diferente. De esa forma, a pesar del cambio comentado en el párrafo anterior, los invitados apenas eran conscientes del paso del tiempo.

La meticulosidad con que se estudiaba la iluminación interior en una casa de té llegaba al punto de situar alguna ventana para que cuando el anfitrión ejecutaba los movimientos de la elaboración de la infusión, su zona quedara más iluminada que el resto de la estancia y así resaltaran los objetos que utilizaba. Este efecto se produce en la casa de té Jo-an que comentaré en el artículo XVIII, dentro de un mes.

Sin ninguna duda, la penumbra que existe en las cabañas de té fue un efecto buscado por los maestros como Sen no Rikyū y su interpretación de la vía del té.

La arquitectura y el mundo del té

El espíritu que anida en los principios más fundamentales del mundo del té llegó a tener una enorme influencia en la arquitectura japonesa en general a partir de principios del siglo XVII. ¿Qué quiero decir con esto? Pues simplemente que la idea de sencillez, naturalidad y ausencia de boato, conceptos tan presentes en las casas de té se trasladó también a los edificios residenciales, incluso a los de clientes o usuarios de alta clase social. Es más, esos principios siguen existiendo en mucha de la mejor arquitectura japonesa actual.

El origen de las cabañas de té

En un principio, los grandes señores y samurai realizaban sus sofisticadas reuniones alrededor de un cuenco de té en alguna sala de sus residencias, mientras que la preparación de la infusión se llevaba a cabo en una estancia diferente. Lo importante era asombrar a sus invitados mostrándoles refinadas vasijas y cuencos chinos en una magnífica habitación de clásico estilo shoin, del que hablé con detalle en este artículo de hace ya varios años.  

Sin embargo, para Sen no Rikyū, el entorno donde se celebraba el encuentro entre anfitrión e invitados no debía reflejar impúdicamente el nivel social de aquel, todo lo contrario. Tenía que huir de cualquier signo de lujo superfluo, y el primero de ellos era un espacio excesivo. 

Una cabaña de té era el reino de la democracia. En su interior todos eran iguales, fuesen nobles o plebeyos. Como detalle, baste decir que los samurai tenían que dejar sus espadas en un lugar ad hoc en el exterior, algo que en poquísimos lugares era obligado.

Con los años, Sen no Rikyū fue reduciendo la superficie de la estancia donde celebraba sus ceremonias. Por un lado, se consideraba que lo más adecuado era mantener una cierta privacidad y no reunir a un excesivo número de invitados. En consecuencia, las primeras habitaciones de té, que todavía no se aislaban del edificio principal mediante un jardín, medían cuatro tatami y medio, una medida ideal para dos o tres personas más el anfitrión. Sin embargo, con el tiempo llegó a reducirse esa dimensión a dos tatami, unos tres metros cuadrados y medio, los que se consideraban óptimos cuando se trataba de uno o dos invitados.

El siguiente paso fue independizar esa estancia del resto de la residencia de quien celebraba la ceremonia. Para ello se pensó que lo ideal sería crear un jardín que la aislara no solo de la vivienda, sino del mundo exterior, una idea que debía tenerse en cuenta a la hora de diseñarlo. Así nacieron la casa y el jardín de té, la chashitsu y el roji, respectivamente.

Este artículo empieza a ser muy largo, por eso dejo para el siguiente seguir hablando de la arquitectura y la ceremonia de té.

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