Hace dos semanas di por finalizado el apartado dedicado a la escultura
budista y dije que hoy empezaría uno diferente. Pues bien, esa diferencia
radica en el hecho de que la escuela zen se consolidó como una de las
más influyentes, si no la que más, en el arte japonés. En el periodo
Muromachi (1333-1573), las órdenes budistas “tradicionales” encontraron en las
congregaciones zen unos planteamientos que en muchos sentidos divergían
de los ortodoxos. Uno de ellos era el rechazo a las imágenes de divinidades.
La
escultura del siglo XIV al XIX
El budismo zen
La influencia del zen en cultura japonesa no tiene
parangón. No es tanto la preponderancia que sus creencias religiosas hayan
podido tener en el pensamiento social cuanto el haber planteado nuevos
criterios de partida en muchas de las manifestaciones artísticas niponas.
Simplificando mucho, el zen no se apoyaba en ningún texto sagrado y huía del culto a las imágenes. Sus adeptos confiaban en su propia capacidad mental para alcanzar la liberación y se apoyaban más en la experiencia que en el estudio. La simplicidad de vida, la autodisciplina y la meditación eran las bases de sus prácticas.
A partir del
siglo XIV, el zen alcanzó una gran popularidad sobre todo entre el
estamento militar y los señores feudales. Con los años, su
incidencia en la sociedad y cultura japonesas fue incuestionable. Muchos de los grandes
maestros de la ceremonia de té, de la jardinería, de la caligrafía y de la
pintura fueron monjes zen.
Como consecuencia del declinar del budismo tradicional y el auge del zen, durante la era Muromachi, la escultura perdió toda la pujanza que había disfrutado en épocas anteriores. El florecimiento del zen propició el abandono de la talla de imágenes de divinidades, a las que esa orden no profesaba ningún tipo de veneración, y se orientó hacia una poco intensiva actividad de retratos de personajes o monjes célebres.